Actualidad de la filosofía: «Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia» de Quentin Meillassoux
Autor: Marco Antonio Loza Sanjinés
«Cuando
el pensar, llamado por una cosa, va tras ella, puede ocurrirle que en el camino
se transforme.»
M. Heidegger
M. Heidegger
“Si
toda metafísica es por definición especulativa, nuestro problema equivale a
establecer que a la inversa no toda especulación
es metafísica, que no todo absoluto es dogmático, que es posible encarar un
pensamiento absolutorio que no sea absolutista.”
Quentin Meillassoux
Quentin Meillassoux
Nota bio-bibliográfica
Quentin Meillassoux (1967), filósofo francés,
se doctoró con una tesis que debe ser leída en sus divinos detalles: L´inexisance divine. Essai sur le dieu
virtual. Junto con Alain Badiou fue parte de la creación del Centro
Internacional de Estudios de la Filosofía Francesa Contemporánea (CIEPFC). En
2006 escribe el libro Aprés la finitude.
Essai sur la nécesité de la contingence, recientemente traducido al español
(2015); en 2011, escribe otro libro comentando (con el peso que dio Heidegger a
este término) el famoso poema de Mallarmé: “Un golpe de dados jamás abolirá el
azar”: Le nombre et la siréne.
Introducción
En este tiempo en el que la contingencia
quiere ser forcluida de la ciencia, mediante una pretendida “objetividad”, o
con la pretensión tecnologicista
autoritaria, en este orbe donde las esferas de Nicolás de Cusa se ponen en
movimiento cerrándose más sobre el sujeto, para sujetarlo allá donde más ha
confiado, un filósofo contemporáneo, siguiendo el llamado a pensar el pensar, se centra en la
paradoja de la ciencia: forcluir al sujeto y a la vez pensar desde él, esta esquizia de la ciencia es desmenuzada
implacablemente por Quentin Meillassoux, en su libro escrito —como él mismo
dice de un libro de su colega Vernes— “con
una concisión digna de los filósofos del siglo XVII”.
El «paso de baile» correlacionista
“La
teoría de la cualidades primarias y secundarias parece pertenecer a un pasado
filosófico irremediablemente perimido: es tiempo de rehabilitarla.” Así,
con ese atajo temporal, con un aprés-coup,
comienza el texto de Quentin Meillassoux: Después
de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia. (1)
Las cualidades primarias y secundarias se
refieren a la manera en que conocemos los objetos, el mundo, se encuentran en
el filósofo John Locke, pero el principio de su distinción está en Descartes,
para este último, las cualidades primarias de un objeto al que nos acercamos
para conocerlo son: largo, ancho,
profundidad, movimiento, figura y tamaño; todas susceptibles de
comprobación geométrica puesto que pertenecen a la res extensa, pueden entonces ser matematizadas y, el matema, tal como lo dice Alain Badiou,
pertenece a ese procedimiento de verdad que es la ciencia. O, como sostiene
Galileo, el universo ha sido escrito en la naturaleza con caracteres matemáticos.
En cambio, las cualidades llamadas secundarias, pertenecen a la res cogitans, a lo sensible, sea
afectivo o perceptivo y existen como relación con las cosas, según Locke (2)
estas son: color, temperatura, olor,
sabor y sonido. El color rojo no
está en la cosa roja, “sin percepción
de rojo, no hay cosa roja; sin sensación de calor, no hay calor” (Pág. 24).
Así, lo sensible no está en las cosas, tampoco sólo “en mí”, sino en la
relación de mí con las cosas, a esta relación subjetiva los clásicos las
llamaban cualidades secundarias. Lo sensible es una relación y no una
propiedad del objeto.
Pero existe un problema que hace que la
distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias tropiece, y es
que la subjetivación de las cualidades sensibles no se extiende a todas las
propiedades del objeto sino sólo a aquellas “determinaciones sensibles”, pues
se supone que hay otras que pertenecen al objeto incluso cuando no tenemos
relación con ellas, son propiedades de la cosa tanto sin mí como conmigo, son
propiedades en-sí.
La tesis se aclara entonces, de acuerdo a
Meillassoux, como sigue:
“[…] por
una parte admitimos que lo sensible no existe sino como relación de un sujeto
con el mundo; pero por otra parte consideramos que las propiedades
matematizables del objeto están exentas de la constricción de dicha relación, y
que están efectivamente en el objeto tal como las concibo, tenga yo relación
con dicho objeto o no.” (Pág. 26)
Pero esta tesis es insostenible, pues sabemos,
desde Kant, que no hay manera para el pensamiento de “salir de él mismo” para comparar el mundo “en sí” y el mundo “para nosotros”,
es decir, no podemos discriminar el conocimiento del mundo que se debe a
nuestra relación con él y aquel que sólo pertenece al mundo, en otras palabras,
no hay un “salir afuera” del
pensamiento para pensar el mundo, en cuanto pensamos que hay algo que pertenece
únicamente al mundo ya es pensamiento.
“Por «correlación»
entendemos la idea según la cual no tenemos acceso más que a la correlación
entre pensamiento y ser, y nunca a algunos de estos términos tomados
aisladamente.” (Pág. 29)
Este es el “paso de baile” del correlacionismo,
que es, también, el paso de baile del filósofo moderno que cree en la primacía
de la correlación. Las dos nociones principales en las que se sostiene este
pensamiento moderno son la conciencia y el lenguaje, denominados:
“objetos-mundo” (Francis Wolff, citado por Meillassoux), porque constituyen el
mundo, para ellas “todo está afuera” y “todo está adentro”, Wolff toma la
imagen de una jaula transparente, Jacques Lacan tomó para sí, este mismo
problema, y utilizó para figurarla la Banda de Moebius. “Estamos encerrados en
el «en-afuera» del lenguaje y la conciencia”, el filósofo moderno ha perdido
así el “Gran Afuera”.
Como ejemplo de uno de estos modernos,
Meillassoux se refiere a Heidegger, cuando sostiene la mutua pertenencia de
hombre y ser, dice el maestro de Friburgo: “[…] de la misma manera que el
hombre es dado en propiedad al ser, el ser, por su parte, ha sido atribuido en
propiedad al hombre. (…). De lo que se trata es de experimentar sencillamente
este juego de apropiación en el que el hombre y el ser se transpropian
recíprocamente, esto es, adentrarnos en aquello que nombramos Ereignis.” (3)
Por otra parte, la ciencia experimental
—blanco de todo el ensayo de Meillassoux— nos ha acostumbrado a enunciados que
se refieren a acontecimientos anteriores a toda vida humana, anteriores al
advenimiento de la conciencia y el lenguaje. Por tanto —se pregunta
Meillassoux—: ¿Cómo se puede entender el sentido de un enunciado científico que
postule un dato del mundo anterior a “toda forma humana de relación con el
mundo”?
El vocabulario mínimo para entender el problema del correlacionismo: Ancestral y Archifósil
Lo ancestral, para los fines que persigue
Meillassoux, se refiere a “toda realidad anterior a la aparición de la especie
humana, e incluso anterior a toda forma registrada de vida sobre la Tierra.”
El archifósil es la materia que indica la
existencia de un acontecimiento ancestral.
Así planteado este lenguaje mínimo,
Meillassoux, procede a replantear su pregunta sobre el correlacionismo:
“¿Qué interpretación el correlacionismo es
susceptible de dar de los enunciados ancestrales?” (Pág. 37)
Ahora bien, hay dos modalidades del
correlacionismo, una en la que podemos entender que no aprehendemos más que
correlaciones; otra, que es la hipóstasis de la correlación con lo eterno, en
este último caso estamos frente a una metafísica y no frente a un
correlacionismo estrictamente hablando, por tanto, queda excluida del análisis,
ya que no podemos postular un “testigo ancestral”.
Dada la aclaración, Meillassoux, prosigue su
razonamiento, analizando los enunciados científicos como unidades
significantes, que sabemos que son “ideales”, pues aunque sus referentes
existan, los enunciados que los describen son creaciones contemporáneas.
Sabemos, desde Karl Popper (4), que la ciencia es falsable y que sus postulados
son siempre provisionales, por tanto, un hombre se ciencia depende de una
comunidad de otros hombres de ciencia para considerar que un conocimiento es
objetivo (con todas las precisiones que realiza Thomas Kuhn en su: “La teoría
de las revoluciones científicas”) (5).
Así, para el hombre de ciencia, queda claro,
en relación con las “cualidades secundarias”, que sólo existen en correlación
con el mundo, pero que las “cualidades primarias”, matematizables están siempre
ahí, sin necesidad de nosotros mismos.
El camino del filósofo
El filósofo, teniendo un cuidado
extraordinario frente al trabajo del científico y sus enunciados, propondrá
entonces un codicilio, una adición, algo mínimo, un “divino detalle” (Nabokov
dixit), dirá:
“El ser no es anterior a la
donación, él se dona como anterior a la donación”,
O, apelando a un orden argumentativo:
“En el enunciado que está en juego, a saber:
el ser se dona (ocurrencia 1) como anterior a la donación (ocurrencia 2)”, que
muestra que lógicamente hay una anterioridad de la donación respecto de lo que
se dona.
Pero, de acuerdo al respeto por el trabajo del
hombre de ciencia, el filósofo deberá aclarar (y quizá “aclarar”, “salir al
claro”, recuperar el “Gran Afuera”, deberá ser, desde Heidegger, el camino del
pensar) que la objetividad, al estar sujeta a la intersubjetividad de la
comunidad de científicos, también involucra al enunciado ancestral, que “la
intersubjetividad del enunciado ancestral (…) garantiza la objetividad, y
entonces la «verdad»” (Pág. 44)
El codicilio que el filósofo agregaría a la
ancestralidad, pone en claro que: “un mundo no tiene sentido más que como
dado-a-un-ser-viviente o pensante” (Pág. 45)
Así, un enunciado científico que se refiere a
la ancestralidad, no debe fijar su verdad en relación a su referente, sino a un
presente correlacional. Desde un presente correlacional se traza una
retroyección a un pasado, lo dado no es anterior a la donación, “sino sólo algo
dado presente que se da por tal”, es un bucle hacia atrás, un aprés-coup. Así como en lingüística, el
sentido siempre se encuentra retroactivamente. Sin embargo, y aquí Meillassoux
lleva su análisis de la ancestralidad hasta sus límites, ¿qué pasa con lo
“factual”, con el “hecho” que describe el enunciado científico”?, ¿ocurrió o
no? En la lógica del enunciado mismo, la descripción es “objetiva”, es producto
de la intersubjetividad universalizable, pero —he aquí el divino detalle— el
“hecho” no pudo haber ocurrido fuera de la relación con una conciencia, así que
tenemos un enunciado verdadero pero sin referente, “un enunciado «objetivo» sin
objeto pensable”, es decir, tenemos un sin-sentido.”
El problema filosófico de la ancestralidad
De esta manera, Meillassoux, transforma la
ancestralidad en un problema filosófico, un problema que no pretende resolver,
sino plantearlo rigurosamente. Este planteamiento riguroso del “problema de la
ancestralidad”, comienza con la pregunta:
“¿En qué condiciones un enunciado ancestral
conserva su sentido?” (Pág. 49) y, puesto que este tipo de enunciados tienen
una forma matemática y son producidas en el seno de las ciencias
experimentales, Meillassoux, afina más su pregunta:
“¿Qué es lo que permite a un discurso
matemático describir un mundo que el humano ha abandonado, un mundo petrificado
de cosas y de acontecimientos no-correlacionados con una manifestación, un
mundo no-correlacionado con una relación con el mundo?”. (Pág. 49)
Así planteada, la ancestralidad, se abre a la
posibilidad de pensar “lo absoluto”, de dos maneras: como un mundo que
existiera sin estar dado y un ser absoluto, desligado del pensamiento, capaz de
existir más allá de nosotros, de esta manera es la propia ciencia experimental
la que nos obliga a “descubrir la fuente de su propia absolutidad”, hay que
romper, entonces, con la trascendentalidad kantiana y abrazar la exigencia de
un conocimiento absoluto, sólo así, el sentido podrá regresar al enunciado
científico.
Existe algo, entonces, que el filósofo aporta
al no-filósofo (hombre de ciencia), un paralipomena (palabra que utilizamos ya
que nos trae el eco de Schopenhauer): el asombro. El filósofo puede convertir
el realismo en asombroso: impensable
pero verdadero, “«salir de uno mismo», apoderarse del en-sí, conocer lo que es,
independientemente de que nosotros seamos o no.” (Pág. 51)
Un absoluto no metafísico
Hasta aquí, corriendo tras la tortuga,
Meillassoux, se encuentra con un problema fundamental para el desarrollo de su
razonamiento: “cómo el pensamiento puede acceder a un absoluto”, (un absoluto que no sea metafísico). Parte, por
supuesto, del padre del pensamiento analítico, de Descartes y vuelve a razonar
la demostración cartesiana de esa sustancia extensa a la que no se aplica lo
correlacional, pero al que sí alcanza el discurso matemático: Dios.
La demostración de Descartes consiste en lo
siguiente: primero establece un “absoluto primero”, un Dios perfecto; después,
deriva de él el alcance absoluto de las matemáticas, un “absoluto derivado”,
“alcance absoluto significa: lo que es matemáticamente pensable en los cuerpos
(…) puede existir absolutamente fuera de mí.” (Pág. 56)
“Absolutamente” quiere decir en una primera
acepción, “aisladamente”, es el significante clave en la tesis de Meillassoux,
tiene que demostrar que Descartes se equivoca, pues hacer de lo matematizable
un absoluto es una metafísica. Meillassoux, en nombre del correlacionismo, describe
las dos refutaciones a Descartes, una, desde el punto de vista de un
“correlacionismo débil”, el modelo de Kant y un “correlacionismo fuerte” hoy
dominante en la filosofía. Desde el modelo débil es suficiente el argumento del
“circulo correlacional” frente a la prueba ontológica, es decir, la prueba
ontológica dice: Dios es perfecto por tanto no puede no existir, es una
necesidad, el circulo correlacional, agregaría, “para nosotros”, “(…) por el
sólo hecho de que una necesidad absoluta es siempre una necesidad para
nosotros, una necesidad no es nunca absoluta sino solamente para nosotros” (Pág.
57). Ahora bien, Kant, en su “Crítica de la razón pura” (6) utiliza una
refutación más sistemática y precisa del argumento cartesiano, Descartes
sostiene que la “idea de un Dios inexistente” es contradictoria, tan
contradictoria como pensar un triángulo que no tuviera tres ángulos, en la
definición misma de Dios se encontraría su existencia. Queda claro —para Kant—
que el centro de toda refutación al argumento cartesiano, se encuentra en
demostrar que no hay ninguna contradicción en sostener que Dios no existe.
Para Kant no hay más contradicción que la que
existe entre una cosa ya existente y uno de sus predicados, por ejemplo: si un
triángulo existe no puedo atribuirle más o menos de tres ángulos, pero si
suprimimos ese triángulo, “si suprimo al sujeto al mismo tiempo que al
predicado, no surge ninguna contradicción” (Kant, citado por Meillassoux, pág.
59). El ser no forma parte del concepto de sujeto, “no existe, podríamos decir,
«predicado prodigioso» capaz de conferir a priori la existencia a quien la
recibe” (Pág. 59). Por supuesto, esta refutación tiene un alcance más largo,
demuestra que ningún ente determinado posee una necesidad absoluta. Así queda
abolido el argumento de “principio de razón” de toda metafísica dogmática, esa
que permite sostener que al menos un ente es absolutamente necesario, lo que
quiere decir, al final, que todo ente es necesario.
Ahora bien, si queremos encontrar un sentido a
los enunciados ancestrales sin caer en este dogmatismo, tenemos que asegurarnos
de encontrar “una necesidad absoluta que no reconduzca a ningún ente
absolutamente necesario” (Pág. 62). De este modo Meillassoux va perfilando un
absoluto no metafísico, un absoluto sin ente absoluto, denomina a eso: especulativo.
Puesto que no toda especulación es metafísica, entonces no todo absoluto es
dogmático, así, el argumento postmoderno de que el final de la metafísica
también trae el fin de los absolutos debe ser refutado.
Meillassoux, pasa ahora a considerar la forma
del correlacionismo más riguroso, el correlacionismo contemporáneo, este parte
del modelo fuerte y sostiene que no sólo es ilegítimo pretender conocer el
“en-sí”, sino que también es ilegítimo pretender pensarlo. El correlacionismo
“fuerte” prohíbe pensar lo que hay cuando no hay pensamiento, basado en dos
decisiones: una, es la inseparabilidad entre el contenido de pensamiento y el
acto de pensamiento, es el “primado de lo inseparado” o “primado del
correlato”; la segunda decisión, es combatir la absolutización de la
correlación y en esta vena entrarían todas las llamadas filosofías de crítica
del sujeto o de la metafísica, desde Schelling, pasando por Hegel, hasta
Nietzsche o Deleuze.
El correlacionismo tendría dos enemigos, uno,
el exterior: el realismo, otro, interior: el metafísico subjetivista, para
combatir este último, el correlacionismo opone la facticidad del correlato, es decir, “la única cosa que nos está
dada es el hecho de que no podemos pensar nada contradictorio.” (Pág. 69) Y
aquí viene la primera llamada a la contingencia de Meillassoux. Mientras que la
contingencia indica el hecho de que un acontecimiento puede producirse o no, es
decir, que las leyes físicas permiten que algo emerja, subsista o perezca, la facticidad “concierne a las invariantes
del mundo que se suponen estructurales” (pág. 70), estas son: “principio de
causalidad, formas de la percepción, leyes lógicas, etc.” Su facticidad está en
el hecho de que no pueden ser sino objeto de un discurso descriptivo y no
fundacional.
“Porque si la contingencia es el saber del
poder ser-otro de la cosa mundana, la facticidad es sólo la ignorancia acerca
del deber-ser-así de la estructura correlacional.” (Pág. 70)
La facticidad es la “experiencia de los
límites de la objetividad frente al hecho de que hay un mundo”, es la posibilidad del Todo-Otro del mundo, pero no
es —la facticidad— un saber positivo sobre Todo-Otro, sino sólo “la marca de
nuestra finitud esencial, así como de
la finitud del mundo mismo”, es su “irrazón”. El modelo fuerte del
correlacionismo permitiría, entonces, la posibilidad de un pensar no racional
sobre el absoluto, dejándolo en manos del fideísmo, que, para Meillassoux sería
el otro nombre del “correlacionismo fuerte”, éste al abolir los absolutos,
otorga —paradójicamente— una licencia a los absolutos con la única condición de
que no reivindiquen para sí una racionalidad. Es decir, —en palabras de
Meillassoux—: “al destruir todas las formas de demostración de un Ente supremo,
se suprime —por ejemplo— el sostén racional del que una religión monoteísta
podría valerse contra toda religión politeísta. […] Pero en un mismo
movimiento, y ahí está el punto decisivo, se justifica la aspiración de la
creencia en general a ser la única vía de acceso a lo absoluto.” (Pág. 80) [Para
un panorama global de creencia y fe, cf. Creencia y fe]
El fideísmo, como la fe que ya no necesita ser
demostrada, se coloca en el final contemporáneo de la metafísica, como
victorioso, se pretende poner fin a pensar los absolutos pero no a la
desaparición de los absolutos, así, queda la puerta abierta al retorno de lo
religioso, puesto que el fideísmo ha presionado para evitar el derecho a la
crítica de lo irracional cuando trata sobre el absoluto.
Una factualidad
Hasta aquí, en el lenguaje de Meillassoux,
hemos conseguido conocer que todo postulado ancestral, para ser pensado, exige
pensar un absoluto y, que, sin embargo, este absoluto no deberá ser metafísico.
Pero, pensar un absoluto —siguiendo el círculo correlacional— es pensar un
absoluto “para nosotros”, lo que es no pensar nada absoluto. Lo próximo,
entonces, es pensar ese absoluto no
dogmático, no metafísico, esto es encontrar en lo factual un acceso a un
absoluto, “no es el correlato sino la facticidad del correlato lo que es el
absoluto” (pág. 90), con lo que quedaría abierto el camino al Afuera.
Ahora bien, la facticidad misma no puede ser
un absoluto, en cambio, podemos pensar la facticidad como un saber del
absoluto, en lugar de que la ausencia de razón sea un límite del pensamiento al
pensar una “razón última”, Meillassoux, piensa que la facticidad es la
propiedad última de todo ente. Toda cosa, todo mundo, tiene, como propiedad la
facticidad, la de “ser sin razón” y de “poder sin razón devenir efectivamente
otro” (pág. 91), la irrazón es una propiedad ontológica absoluta y el límite de
la razón, nada en verdad tiene razón de ser y seguir siendo así más que de otra
manera, ni las leyes del mundo, ni las cosas del mundo”, todo es perecedero
(incluso las leyes lógicas) no porque haya una ley que destinaría a todo a
perecer, sino por la ausencia de una ley capaz de hacer que las cosas y el
mundo perduren; esta es la esencia de lo que Meillassoux llama: “factualidad”,
la factualidad es la no-facticidad de la facticidad, con el que rompe el
círculo correlacional fundado en la distinción entre el en-sí y el para-nosotros.
Ahora bien, la factualidad así definida parece
confundirse con la contingencia, para salvar este obstáculo Meillassoux, tiene
que enfrentarse al núcleo lógico del correlacionismo, la distinción del en-sí y el para-nosotros. Meillassoux, asume aquí la posición que es central
en su batalla lógica contra el correlacionismo, la del “filósofo especulativo”, quien sostiene que lo absoluto “es el poder-ser-otro él mismo, […] El
absoluto es el pasaje posible, y
desprovisto de razón, de mi estado hacia cualquier otro estado” (pág. 96).
Pero, y aquí está el modo del argumento del “filósofo especulativo”, “ese poder
ser-otro no podría ser pensado como correlato de nuestro pensamiento, puesto
que precisamente contiene la posibilidad de nuestro propio no-ser”. (Pág. 96)
La falla del círculo correlacional: la contingencia
La falla en el círculo correlacional se
encuentra en su afán de desabsolutización, así, si desabsolutiza el correlato
frente al idealismo, absolutiza la facticidad; si desabsolutiza la facticidad
frente al realista, entonces, absolutiza la correlación. Lo único que queda por
hacer y, este es el camino para llegar más allá del correlacionismo fuerte, es
verificar que la absolutización de la facticidad no nos conduzca a una tesis
dogmática-metafísica.
Evitando el obstáculo metafísico que sostiene
que un ente determinado debe ser absolutamente, por ejemplo: Dios, Espíritu,
Humanidad, etc., Meillassoux, se propone un absoluto que no fuera un “ente
absoluto”, esto es absolutizar la facticidad, con ello no sostiene que un ente
determinado sea absolutamente necesario, sino que es absolutamente necesario
que todo ente pueda no existir. Esta es la característica del pensamiento
especulativo: pensamos un absoluto, no pensamos nada que sea
absoluto y Meillassoux puede sostener que “el absoluto es la imposibilidad
absoluta de un ente necesario”, esto se soporta desde un principio de irrazón:
“Nada
tiene razón de ser y de seguir siendo tal como es, todo debe sin razón poder
ser y/o poder ser otro que el que es.” (Pág. 101)
El “principio de irrazón”, se equipara al
“principio de no contradicción”, ambas pueden ser demostrables de modo
refutativo, es decir, discutirlo es presuponerlo y, discutir su absolutidad es
presuponerla. La irrazón puede ser sintetizada en el “poder-ser-otro-sin-razón”, de la misma manera en la que la idea de
un tiempo puede tanto abolir una cosa, como hacer emerger otra cosa, un tiempo
no puede pensarse aboliéndose sino dentro del tiempo, un tiempo capaz de
destruir sin ley toda ley física.
“Sólo el tiempo capaz de destruir toda
realidad determinada, sin obedecer a ninguna ley determinada —sólo el tiempo
capaz sin razón ni ley de destruir tanto los mundos como las cosas— puede ser
pensado como absoluto. Sólo la irrazón es pensable como eterna, porque sólo la
irrazón es pensable como anhipotética y absoluta. Se puede decir entonces que
es posible demostrar la absoluta
necesidad de la no-necesidad de toda cosa” (págs. 103-104). La absoluta
necesidad de la no-necesidad de toda cosa, la podemos llamar: contingencia.
La facticidad se identifica con la
contingencia en el sentido en que debe ser pensada como un “saber positivo” del
poder-ser-otro/poder-no-ser de toda cosa, Meillassoux distingue la contingencia
absoluta de la contingencia como precariedad,
la contingencia absoluta designa un “puro posible”, un posible que tal vez no
se cumpla jamás, la contingencia absoluta designa todo lo que pueda producirse
aunque nada se produzca y aunque lo que es siga siendo lo que es.
Ahora, es posible una “crítica especulativa”
del correlacionismo, si este, fundado en el principio de razón, legitima el
discurso religioso, con la posibilidad de un designio oculto para todas las
cosas de este mundo, la “crítica especulativa”, busca extraer el pensamiento de
la jaula del “principio de razón”, para darle su forma principal: “no hay
razón, última ni pensable, ni impensable” (pág. 105). El absoluto encontrado
por Meillassoux en la contingencia es —en sus palabras— un “hiper-caos” al que
nada le es imposible, tampoco lo impensable, de esa manera acerca este absoluto
al límite de mayor absolutización, aquel en el que la matemática puede
describir el en-sí. La absolutización de las matemáticas, debería así, tomar el
modelo cartesiano: tener un absoluto primero, del que se derivaría un absoluto
segundo, uno matemático, transfiriendo estos absolutos a otros términos,
tendríamos: El absoluto primero, el Caos, el absoluto segundo (derivado del
Caos), lo matematizable del en-sí. El absoluto primero (el Caos) se convierte
en algo así como un Tiempo (con mayúscula para distinguirlo del tiempo
corriente), no el tiempo de la física, tampoco el de Heráclito, sino el Tiempo
como “eterno devenir posible, y sin ley, de toda ley. Es un Tiempo capaz de
destruir hasta el propio devenir, incluso haciendo advenir, y quizás para
siempre, lo Fijo, lo Estático y lo Muerto” (pág. 107). (7)
Llegado a este punto, Meillassoux se pregunta:
“¿cómo fundar una ciencia sobre este desastre?”, ¿cómo pasar de un absoluto
primero, caótico, a un absoluto derivado, matemático? En la proposición del
correlacionismo fuerte: “todo es posible,
incluso lo impensable” anidaba una ignorancia, en cambio, al partir de un
absoluto caótico sabemos dos cosas: la contingencia es necesaria, por tanto,
eterna, y la contingencia es necesaria, es lo único necesario. Aquí surge un
imposible, algo que el Caos no podrá producir: un ente necesario, el Caos todo
lo puede producir salvo algo necesario. “Porque es la contingencia del ente lo
que es necesario, no el ente.” (Pág. 108). Esta proposición tiene un alcance
más largo que da por finalizado el tiempo de la metafísica, y es que ahora
ningún enunciado metafísico puede ser verdadero.
“[…] sólo
es necesaria la no-necesidad, y nada puede existir que no pueda sino existir” (Pág. 109)
Aplicando esta proposición al Caos mismo,
encontramos su autolimitación, su autonormalización, “la única necesidad del
Caos es seguir siendo el Caos”, lo que es
no es nunca necesario, pero, y aquí Meillassoux pone el acento: “estamos
convencidos de que ser así contingente, ser así no-necesario impone en verdad al ente no ser cualquier
cosa.” (Pág. 109). Esto quiere decir que para que el principio de irrazón,
no sea sin razón, es necesario un
discurso que establezca las constricciones de un ente para poder-no-ser y para
poder-ser-otro.
Tomando los enunciados de Kant sobre la cosa
en-sí, Meillassoux construye dos enunciados ontológicos de la irrazón:
1. Un ente necesario es imposible.
2. La contingencia del ente es necesaria.
Con los que se propone inferir la verdad de
los enunciados kantianos acerca del
en-sí. Kant (en: Crítica de la razón pura.
o. c. nota 6) formula:
1. La cosa en sí es no-contradictoria.
2. Hay una cosa en sí.
La primera tesis de Meillassoux sostiene:
“Un ente contradictorio es absolutamente
imposible, porque un ente, si fuera contradictorio, sería necesario.” (Pág.
111)
La segunda tesis viene referida a la existencia del en-sí, es
decir, de lo que “hay”, cuyo correlato mayor es la pregunta leibniziana: ¿Por
qué hay algo y no nada?, como se trata de dar una respuesta alejada de todo
principio metafísico que apelaría a una razón última, Meillassoux se acerca a
la matemática y presenta una solución elegante a la pregunta de Leibniz, su
respuesta debería liberarnos de semejante asunto y no sólo resolverlo —nos dice—,
“someterla a una respuesta que debe ser decepcionante, de modo tal que su
enseñanza más preciosa sea esta misma decepción,” (Pág. 118)
La respuesta de Meillassoux, sin embargo,
tiene la elegancia de una proposición matemática:
“[…] es
necesario que haya algo y no nada, porque es necesariamente contingente que
haya alguna cosa y no alguna otra cosa. La necesidad de la contingencia del
ente impone la existencia necesaria del ente contingente.” (Pág. 123)
El problema de la ancestralidad
Llegado a este punto, Meillassoux afina aún
más la formulación inicial del problema de la ancestralidad, lo que queda
entonces, es pasar del en-sí kantiano al en-sí cartesiano, que conllevará la
absolutización del principio de no-contradicción y del enunciado matemático.
Ahora bien, hasta aquí Meillassoux ha desarrollado abundantemente el principio
de no-contradicción, pero no ha dicho mucho de la matemática, cierra esta
brecha acudiendo a Hume.
Por lo dicho anteriormente, para Meillassoux
se opone una objeción: parece absurdo sostener que no sólo las cosas sino
también las leyes físicas son contingentes, puesto que éstas podrían, sin
razón, cambiar en cualquier momento. Esta dificultad corresponde al problema
planteado por David Hume, el de la causalidad,
Meillassoux, procede entonces, como ya nos ha acostumbrado, a enfrentarse a
otro problema clásico de la filosofía, este se formula así:
“¿es posible demostrar que de las mismas
causas se seguirán en el futuro, ceteris
paribus, los mismos efectos; es decir cosas que, por otro lado, son
iguales?” (Pág. 137)
A esta pregunta se han presentado diferentes
respuestas que Meillassoux divide en tres: la respuesta metafísica, la
respuesta escéptica (la del propio Hume) y la respuesta trascendental de Kant.
Las tres respuestas tienen un postulado común, todas consideran la verdad de la necesidad causal. La
respuesta de Meillassoux, la del realismo
especulativo, comienza por rechazar ese postulado común, tomando en serio
la enseñanza de Hume, que “cien acontecimientos” (miles, millones) pueden
resultar de una misma causa, esta es una enseñanza evidente de la razón ya que
la razón si no conoce otro principio que el de no-contradicción, dejará en
claro que no existe ninguna preferencia para un resultado u otro de los cien
acontecimientos. Se pregunta Meillassoux:
“¿Cómo la razón, que nos instruye de modo
irrefutable acerca de la falsedad evidente de la necesidad causal, podría en
efecto trabajar contra ella misma, demostrando por el contrario la verdad de
tal necesidad?" (Pág. 147). La respuesta es, que son los sentidos no el
pensamiento los que imponen la creencia en la causalidad, hay una propensión
irreflexiva en creer en lo que se repite y que haya una razón insondable que
regula el curso de las cosas en el mundo. Para Meillassoux la verdadera
pregunta es: “¿cómo explicar la
estabilidad manifiesta de las leyes físicas si estas se suponen contingentes?”;
pero, aún con mayor precisión el problema de Hume puede reformularse, “nos es necesario demostrar en qué consiste
el vicio lógico de la deducción trascendental”.
Kant es el creador de la respuesta
trascendental que sostiene que la conciencia sin ciencia de los fenómenos no
existe, la idea misma de la conciencia supone una representación unificada en
el tiempo, de aquí se desprende que si el mundo no estaría necesariamente
gobernada por leyes se fragmentaria en experiencias sin cohesión. Ahora bien,
Meillassoux acepta que la representación unificada del mundo es una condición
de la idea de conciencia, pero pasar de la estabilidad
a la necesidad es una falsa
inferencia, la denomina “inferencia
necesitarista”, que consiste en: “que
la estabilidad de las leyes presupone ella misma, como condición imperativa, la
necesidad de las leyes”. Esta falsa inferencia sigue este silogismo:
Si las
leyes pudieran modificarse sin razón, se modificarían frecuentemente sin razón,
pero las leyes no se modifican frecuentemente sin razón, entonces, las leyes no
se modifican sin razón, las leyes son necesarias.
Aquí, para encontrar el error en la
“inferencia necesitarista”. Meillassoux se apoya en el filósofo Jean-René Vernes
(8), quien analizando la inferencia kantiana sostiene: que dicha inferencia
contiene en sí misma un razonamiento probabilístico en el sentido
matemático del término. El enigma —dice Meillassoux— se encuentra en que “cien
acontecimientos diferentes” pueden darse de una misma serie de causas, pero en
la experiencia, uno solo de esos posibles se da cada vez. Hay una proporción
entre lo pensable y lo posible, “lo que
es igualmente pensable es igualmente posible” como en un juego de azar, la
“inferencia necesitarista” extiende este estado probabilístico al estado del
mundo y de las cosas, es decir, hace de nuestro mundo un caso entre una
inmensidad de posibles mundos, eso sí, no-contradictorios, pero regidos por
leyes físicas diferentes. “Ese Universo-Dado cae siempre en mí Universo-Cara, y
las leyes de choque siempre son respetadas” (pág. 197). Las ciencias, como la
física, podrán producir conocimientos nuevos sobre el Universo que ocupo, pero
no saldrá de él, no significará un cambio del Universo mismo.
Así, Meillassoux demuestra que la inferencia
kantiana es un razonamiento probabilístico aplicado no a un acontecimiento,
sino a nuestro Universo considerado como uno posible de todos los Universos
posibles, lo que por otra parte supone no salir de la necesidad de las leyes,
pues el azar también está pensado bajo las leyes físicas inalterables, el azar
mismo es un tipo de ley física denominado indeterminista.
Llegado aquí, Meillassoux debe demostrar que
este razonamiento utiliza las categorías de azar y de probabilidad fuera del
campo pertinente en cada caso, tiene que construir un concepto de contingencia
alejado de el de azar, donde la contingencia de las leyes no puedan confundirse
con el azar y las leyes que le son necesarias para que se efectúe. La respuesta
está en el concepto matemático de transfinito.
Para que la “inferencia frecuencial” tenga
sentido se necesita de una totalidad de casos posibles en el que se pueda
determinar la relación entre el número de casos favorables y el número de casos
posibles, se necesita pensar una totalidad,
pero desde que George Cantor (9) se preguntara sobre ¿cuán grande es el infinito?, y su demostración que destotalizaba el
número, sabemos que ninguna totalización puede ser concebible a priori. Meillassoux, toma aquí, de una
de las tesis del filósofo Alain Badiou (10), la del carácter ontológico del
teorema de Cantor: “la pensabilidad
matemática de la destotalización del ser-en-tanto-que-ser”, la idea de
refrescar la filosofía acudiendo a la unión originaria con la matemática, y así
abre un camino matemático para distinguir la contingencia del azar: “el Todo (cuantificable) de lo pensable es
impensable” (pág. 168), de tal manera que es imposible determinar la posibilidad de una totalidad de mundos
posibles, no es posible totalizar los casos posibles como las caras de un dado,
el razonamiento aleatorio se reduce sólo a los objetos de la experiencia no a
las leyes mismas del Universo. Lo posible es intotalizable. Por tanto, concluye Meillassoux, las leyes físicas no
tienen un carácter necesario.
El azar como lo aleatorio se basa en la
clausura de lo posible en una totalidad, en cambio la contingencia remite a lo
que sucede, a lo que nos sucede, a
algo por fin diferente, se basa en la destotalización de lo posible. Aquí se
abre (separar, permitir, mover) para Meillassoux un límite, la respuesta al
problema de Hume todavía no es especulativa,
para lo que haría falta “establecer que
los posibles de los cuales el Caos —que es el único en-sí— es efectivamente
capaz, no se dejan medir por ningún número, finito o infinito, y que esta
sobre-inmensidad de lo virtual caótico es lo que permite la impecable
estabilidad del mundo visible.” (Pág. 178)
“Después de la finitud” o más allá de Kant
Meillassoux, que siempre está camino de algo,
vuelve una y otra vez a la pregunta que se formulara a lo largo del libro, a
ese más allá del mundo finito de los filósofos modernos: ¿cómo es posible que
la ciencia experimental, su discurso, en lo que respecta a los enunciados
ancestrales, enuncie un desfasaje
temporal entre el pensamiento y el ser? Puesto que la naturaleza de la
ciencia experimental funda una dia-cronicidad,
¿cómo lo hace, cómo hace posible que podamos pensar acontecimientos que
tuvieron lugar antes de la aparición de la especie humana y pensar los
acontecimientos posteriores a su desaparición?
Para Meillassoux, todo comienza con Galileo, quien
matematizó la naturaleza, pues el efecto de su trabajo más relevante no fue la
descripción geométrica de los fenómenos, sino que por primera vez se describe
el movimiento, ya no sólo los cuerpos
inmóviles, es decir, sin tiempo, sino al movimiento mismo, Galileo distingue la
aceleración, basada en la posición y
la velocidad y, con eso, pasa a designar un mundo que, desde ese momento, posee
autonomía y es posible su descripción independientemente de sus cualidades
secundarias. (La correlación queda fuera, con ella el sujeto que “conoce” y se
establece el en-sí). El trabajo de Galileo es el de un mago (en el sentido que
le daba W. Benjamin: “el que llama”), que llama un mundo al que no le importa
el Hombre. “La revolución galileo-copernicana no tiene otro sentido más que el
develamiento paradójico de la capacidad del pensamiento para pensar lo que puede
existir allí, haya o no haya pensamiento.” (Pág. 185).
Meillassoux, llama “paradoja de la manifestación” a eso que la ciencia devela y que la
filosofía ignoraba y que, afinando la pregunta sobre la ancestralidad, se puede
escribir así: “¿cómo es posible el conocimiento experimental de un mundo
anterior a toda experimentación?” (Pág. 196). ¿Qué sucedió para que la
filosofía no se percatara de ese “divino detalle”? Para Meillassoux, pasó Kant.
La “catástrofe kantiana”, produjo el correlacionismo presente, con todas sus
paradojas metafísicas, esta catástrofe se descubre en tres tiempos. Aquí, sin
duda Meillassoux le debe mucho a Alexander Koyré (11).
A. El primer tiempo es la matematización de la
naturaleza realizada por Galileo y su ratificación cartesiana (Cf. La ley de caída de los cuerpos. Descartes y
Galileo. En: A. Koyré. O. Cit. Pág. 73), en efecto Descartes ratifica que
la naturaleza es sin pensamiento, por tanto sin vida —añade Meillassoux—, así
la naturaleza puede ser pensada vía las matemáticas, pero se hace necesario un
dios perfecto garante de la verdad.
B. En el segundo tiempo, la matematización de
la naturaleza produce también la destrucción de todo pensamiento del ser-así, su ratificación esta vez va de
la mano de Hume, es la invalidación del principio de razón, el ser-así del
mundo no puede descubrirse sin dar un rodeo por la experiencia, y no es
absolutamente necesario.
C. Finalmente, en un tercer tiempo, se da la forma
acabada de la “catástrofe kantiana”, frente al derrumbe de la metafísica, el
conocimiento correlacional se presenta como la única manera de conocimiento
filosófico verdadero.
Resumiendo: como la ciencia nos ha convencido
que la metafísica es ilusoria y que todo absoluto es metafísico, la ciencia
debe renunciar a toda forma de absoluto, en este proceso Meillassoux encuentra
otra paradoja más, también se deja de creer en el alcance absoluto de las
matemáticas, cuando esto era precisamente un aspecto importante de la
revolución galileo-copernicana. Entonces, y aquí Meillassoux enuncia un
“programa”, la tarea de la filosofía consiste en reabsolutizar el alcance de
las matemáticas, siendo fieles a la revolución galileana-copernicana, pero sin
reconducirla hacia la metafísica, “haciendo
de manera directa del criterio esencial de todo enunciado matemático una
condición necesaria de la contingencia de todo ente.” (Pág. 201).
Notas
(1) Quentin Meillassoux: Después de la finitud. Ensayo
sobre la necesidad de la contingencia. Trad. Margarita Martínez. (Buenos Aires: Caja Negra Editora;
2015)
(2) Jonathan Bennett. Locke, Berkeley, Hume: Temas
centrales. Trad. José Antonio Robles. (México: Universidad Nacional
Autónoma de México; 1988). Pág. 121
(3) Heidegger. Identidad y diferencia. Trad.
H. Cortés y A. Leyte. (Barcelona: Anthropos; 1988). Pág. 85
(4) Karl Popper. La lógica de la investigación
científica. Trad. Víctor Sánchez de Zabala. (Madrid: Editorial Tecnos;
1980)
(5) Thomas S. Kuhn. La estructura de las revoluciones
científicas. Trad. Agustín Contin. (México: Fondo de Cultura Económica;
2004)
(6) Immanuel Kant. Crítica de la razón pura.
Trad. Mario Caimi. (Buenos Aires: Losada; 2007). La cita de Kant dice así:
“Si en un juicio idéntico suprimo el predicado
y conservo el sujeto, surge una contradicción, y por eso digo aquel le
corresponde a este necesariamente. Pero si suprimo el sujeto junto con el
predicado entonces no surge contradicción alguna, pues no hay ya nada con lo que pueda haber contradicción. Poner un
triángulo y suprimir, empero, los tres ángulos de él es contradictorio, pero
suprimir el triángulo junto con sus tres ángulos no es ninguna contradicción.
Exactamente lo mismo ocurre con el concepto de un ente absolutamente necesario.
Si suprimís la existencia de él, suprimís la cosa misma con todos sus
predicados ¿de dónde habrá de venir entonces la contradicción? En lo externo no
hay nada con lo que pudiera haber contradicción, pues la cosa no tiene que ser
necesaria exteriormente, en lo interno tampoco hay nada pues con la supresión
de la cosa misma habéis suprimido a la vez todo lo interno […]. Pág. 644
(7) ¿No podemos aquí encontrar ese Real sin
ley que enunciaba Lacan en el Sinthome?
(8) Jean-René Vernes. Critique de la raison aléatoire,
ou Descartes contre Kant. (París: Aubier; 1982). Citado por
Meillassoux, pág. 153
(9) Georg Cantor. Fundamentos de los números
transfinitos. Trad. Ferran Esteve. En: Dios creó los números. (Barcelona: Crítica; 2010)
(10) Alain Badiou. El ser y el acontecimiento.
Trad. Raúl J. Cerdeiras, Alejandro A. Cerletti y Nilda Prados. (Buenos Aires:
Bordes Manantial; 2007)
(11) Alexander Koyré. Estudios galileanos.
Trad. Mariano Gonzáles Ambóu. (España: Siglo XXI; 1980)