domingo, 19 de septiembre de 2021

La Escritura y el Mal. Hacia George Bataille (segunda parte)

 

 


 

La Escritura y el Mal. Hacia George Bataille (segunda parte)

Autor: Marco Antonio Loza Sanjinés

«No hay nada más deprimente que imaginar el Texto como un objeto intelectual (de reflexión de análisis, de comparación, de reflejo, etc.). El Texto es un objeto de placer […] si por una dialéctica retorcida debe haber en el Texto, destructor de todos los sujetos, un sujeto digno de amor, este sujeto está disperso, como las cenizas que se arrojan al viento tras la muerte…» Roland Barthes

«… es pues la ausencia de Dios quien habla» Maurice Blanchot

 

Introducción

Ante las preguntas sobre “grandes temas” de una “querida amiga”, Paul Valéry responde, deslizando esa suave ironía cargada de humor que encontramos, tanto en sus ensayos como en su poesía: “No tengo muchas luces, pero no hacen falta para los grandes temas” (1). Así pues, no hacen falta muchas luces para tratar sobre el Mal, pero “cierta gracia apacigua”, da alas para la exageración, ya Theodor Adorno, decía que en el psicoanálisis todo es falso, salvo las exageraciones. Hay un pretexto para diferir las horas, para que haya duración, ése sería el primer (no el último) beneficio de escribir o responder sobre los grandes temas, y el Mal es uno enorme, sobre el cual, a falta de luces, exageraremos contra nuestro desconocimiento.

Quizá Valéry intuyó el Mal en la literatura, cuando, en su poema Poésie (en el que la madre inteligencia retira su seno al infante poético, porque la ataca demasiado violentamente) ve, en la obra poética, “ese espacio profundo, oscuro y casi desconocido del ensimismamiento”, donde el poeta deja de depender del lenguaje-inteligencia, pues “un pensamiento definitivo sería la muerte del espíritu.” (2). Para defender el espíritu, es necesario abolir el resultado del pensar, no el pensamiento, es en el proceso intelectual no en su resultado, donde se confirma la vida y la existencia del espíritu; proceso ininterrumpido, un work in progress, como quería Joyce para su Finnegans Wake.

El Mal, en primer lugar, es un mito, pues “lo que perece por un poco más de precisión es un mito”, únicamente para las religiones está bien delimitado, han abolido sus fronteras, pero para construir muros de protección, no podrían afrontarla de otra manera. En segundo lugar, el Mal es el producto del pensamiento de unos ancestros que, en tinieblas, lo acoplaron a un enigma., por eso el mito “no existe y no subsiste si no es causado por la palabra”. Por supuesto, este último punto tiene que ser matizado con un poco de descreimiento, puesto que “conocemos muchas cosas —escribe Berkeley— para las que nos faltan palabras que puedan expresarlas”, con lo cual se asesta un golpe a aquellas buenas almas que quieren ver en la palabra el origen absoluto de todo conocimiento, dejando de lado la intuición; sin embargo, para Berkeley no es menos cierto lo contrario: tenemos muchos términos para los cuales nos faltan cosas (3). Entre ellas el Mal, pero recordemos que estamos en el realismo de Berkeley, con su famoso axioma: “Ninguna palabra es usada sin una representación” (4)

En el diario de viaje de Herder —nos informa Hans Blumenberg en su “Trabajo sobre el Mito” (5)— éste anota que el mito no hay que presentarlo como superstición o mentira, sino estudiarlo en sus fundamentos y consecuencias, como poesía, como arte, como modo de pensar de una nación. Así pues, hay que pensar el Mal. Nietzsche lo piensa desde la otra moral, “por vez primera independientemente de un fin moral y del servicio de un Dios”, ya que también tiene un uso teológico, por ejemplo, en el cristianismo donde —dice Nietzsche— la “fe cristiana es, desde el principio, sacrificio: sacrificio de toda libertad, de todo orgullo, de toda autocerteza del espíritu” (6). Esta fe daría entrada a la crueldad, porque la sumisión del espíritu es dolorosa, veamos sino ese gozo y gusto antiguo en la imagen y en la fórmula paradójica del “Dios en la cruz”, que no se había visto nunca en ninguna religión.

Lacan, al comparar a Sade con Kant, nos dice que se puede hablar bien del mal, a condición que lo juzguemos desde el imperativo categórico que incurre en esa “imposible libertad”, la libertad de someter al otro a la ley, aunque esta fuese la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. “Es porque ningún hombre puede ser de otro hombre la propiedad, ni de ninguna manera el patrimonio, por lo que no podría hacer de ello pretexto para suspender el derecho de todos a gozar de él cada uno a su capricho” (7).

¿Y qué diríamos de la cosa-en-si, acaso no se encuentra precisamente en el Dasein heideggeriano, como “ser-allí” del agente del tormento?, se pregunta Lacan, sin embargo, ese objeto se encuentra allí extrañamente separado del sujeto, ese objeto que puede ser solamente una voz anónima de la radio, esa voz como objeto que se encuentra en la psicosis o en la conocida: voz de la conciencia.

Y, más allá, la belleza del bien, es decir, eso que es una barrera para evitar la entrada a un “horror fundamental”, ese horror que Sade hace estallar en el mito de “las partículas del mal”, que se da en la segunda muerte, aquella que se da en el más allá, con la premura de la aniquilación total, incluso de las partículas corporales que podrían volver a reunirse.

La función del Bien

En la “Función del Bien”, capítulo XVII de la Ética del Psicoanálisis (8), Jacques Lacan, analiza, con mucha agudeza, la función del Bien. ¿Qué se quiere del Bien? No se quiere mucho, se espera que el bien cause el bien, pero en ese camino de querer-el-bien-para-otro, existen extravíos. ¿Qué es el Bien entonces?, siguiendo el utilitarismo de Bentham, Lacan propone que, en las actuales circunstancias (Lacan habla entre 1959 y 1960, poco antes de mayo del 68), el Bien está relacionado con los bienes que podemos poseer, hacerlos accesibles a todos se denomina la “vía americana”. “Siendo obra de Dios, todo lo que es, es bueno”, reza al comienzo la cita de San Agustín, que Lacan cuela en su propio decir, si hay compasión, es porque hay bien, ya que el daño sólo es efectivo disminuyendo el bien y, sin embargo, “toda meditación sobre el bien del hombre , desde el origen del pensamiento moralista, desde que el término ética adquirió un sentido en tanto que reflexiones del hombre sobre su condición y cálculo de sus propias vías, se realizó en función del índice del placer.” (Jacques Lacan. Seminario VII, pág. 267)

Pero la “tiranía de la memoria”, se opone al bien del sujeto que rememora suponiendo que lo asegura. Esta es la estructura del inconsciente, lo que para Lacan constituye al ser humano, el “hecho de que el hombre es el soporte del lenguaje” (Seminario VII, pág. 269), es decir, la memoria misma está hecha de una estructura significante. “Originalmente un sujeto sólo representa lo significante: él puede olvidar”. La relación del sujeto con su estructura significante es que lo instaura como responsable del olvido.

Frente a esto puede aparecer, ante nosotros, la figura del Bien, y el Bien son los bienes y como tales tienen un valor de uso y un valor de cambio que es la relación del hombre con el objeto de su producción, esta idea Lacan lo toma de Sartre, que define esta relación fundamental a partir de la escasez, es lo que lo hace hombre en relación con sus necesidades. El valor de uso —recordémoslo— es valor de tiempo. Que el Bien esté al nivel de los bienes, nos lleva al utilitarismo que, para Lacan, está encarnado en Jeremy Bentham con su Teoría de las ficciones (9). Lacan podrá decir, que las necesidades del ser humano se alojan en lo útil, todo objeto producido debe servir para algo: para el reparto; así el bien está hecho para que el sujeto pueda disponer de él, el “dominio del bien, es el nacimiento del poder” —dice Lacan. Por supuesto que, disponer de los bienes, quiere decir privar a otros de ellos. Privación que es, en el ámbito de las ideas de Lacan: falta real de un objeto simbólico, a diferencia de la frustración: falta imaginaria de un objeto real y de la castración: falta simbólica de un objeto imaginario. Nada está privado de nada, por eso es un objeto simbólico, pero el bien es real, de ahí que defender los bienes, no sea más que prohibirse a sí mismo gozar de ellos, lo cual es una barrera contra el deseo. De tal manera, que un rechazo de cierto ideal del bien sea necesario para dejar abierta la vía del deseo. He aquí la función de lo bello.

La Revolución Francesa necesitó de una tesis fundamental: si los hombres son esencialmente buenos, no necesitan de un gobierno fuerte, amo de todos; este es también el fundamento del proyecto de la Ilustración. En contraposición, está la necesidad de un “hombre lobo del hombre” de Hobbes, necesitaríamos de una tiranía para permitir la convivencia, necesitaríamos de la ley. En el siglo XVIII, se sientan las bases para el nacimiento del sujeto moderno, aquel que funda Jean Jacques Rousseau, que sostiene la bondad natural del ser humano, esto le permite luchar por una tesis revolucionaria.

Encontramos, después, como paradigma de la entrada en la literatura, no sólo el tema del mal, sino, incluso, su promoción, por ejemplo, Baudelaire, que publica Las Flores del mal a mediados del siglo XIX. Los personajes aparecen angustiados, son malos, el diablo es un personaje más. Y, sin embargo, recordamos que, para Platón, nada es espontáneamente malo, el mal no tiene sustancia, sólo por desconocimiento las personas son malas, sólo cuando conocen, es decir, ingresan al saber, se hacen buenas, habría un bien que no conocemos —oculto por el desconocimiento mismo— en todo lo que aparece como mal. El mal, al carecer de sustancia, sólo sería una apariencia, el medio de un bien mayor. Es lo que Lacan observa, cuando dice que al final del siglo XIX aparece el tema de la “felicidad del mal”, con lo cual se le daría sustancia. En cierta medida, Freud y Lacan serían, personajes del siglo XIX, con la suposición del mal como fundamento del ser humano, junto con la novela erótica que no hace concesiones como las novelas santas que realzan la felicidad y la bondad del individuo. Así pues, tendríamos al Psicoanálisis en relación con esa “felicidad del mal”, donde se duda de todo, incluso de que todo puede curarse, contrariamente al optimismo entusiasta de las psicoterapias. Recordemos a Freud y su alegato frente a las prótesis que se construyó el ser humano, el teléfono, o los vehículos, pero, más exactamente el éxito de las máquinas de matar a otros seres humanos.

La función de lo bello

El Bien es, pues, nada más que “poder posible, potencia de satisfacer” (Lacan, S. VII, pág. 281), debido a lo cual la relación del hombre con el bien es siempre para privar de él al semejante. Ese es el Ideal del Yo: poder hacer(se) con el Bien; en cambio, el Yo Ideal es aquél que tenemos enfrente y que es el que priva del Bien, entre estos dos polos se encuentra el mundo de los bienes. Frente a esto, como un punto en el horizonte, un punto lejano, se encuentra eso que Marcel Mauss denomina potlach, esa destrucción de un excedente improductivo de bienes, que Bataille conoció muy bien y que denominó: la parte maldita; aquí ya el mal está presente, puesto que el potlach entraña también una cuestión de vida o de muerte. En su ensayo sobre el don (10), Mauss sostiene que el don destruye a quien lo recibe, y traduce este concepto que extrae de los pueblos polinesios, al pensamiento occidental, como que el don destruye a quien no lo restituye, es a esto que Lacan sabiamente llama ligar los bienes a la cuestión del deseo. Es como si existiera la necesidad —dice Lacan— de un correlato destructivo a la problemática del deseo.

“En cierto número de casos, —sostiene Marcel Mauss— ni siquiera se trata de dar y de recibir, sino de destruir, con el fin de no dar siquiera, la impresión de desear que a uno se le devuelva. Se queman cajas enteras de aceite de olachen (pez candela) o de ballena; se queman las casas y miles de mantas; se queman los cobres más caros; se los echa al agua para «aplastar», a su rival. De este modo no solo progresa uno mismo, sino que se hace progresar a la familia en la escala social. He ahí un sistema de derecho y de economía donde se gastan y se transforman constantemente riquezas considerables. Si se quiere, se puede llamar a estas transferencias con el nombre de intercambio o, aún, comercio o venta, pero este comercio es noble, lleno de etiqueta y de generosidad y, en todo caso, cuando se realiza con otro espíritu, en búsqueda de una ganancia inmediata, es objeto de un desprecio muy acentuado.” (11)

Se afirma entonces, que la autoridad no depende de la acumulación, sino más bien de la prodigalidad, es decir, algo muy contrario de la economía de bienes que conocemos, no se trata de la acumulación, sino de la “consumation” (que nosotros traducimos por consumición, buscando traducir el consumo que no presenta contrapartida, fundamento del gasto improductivo, término utilizado por George Bataille, para diferenciarlo del consumo), es decir, que el deseo, eso mismo que no es hallado, se deja libre y siempre buscado. En la economía de consumo y no de la consumición, el “gadget”, siempre nuevo y acumulable, viene a taponar la falta que el deseo causa. Pero Mauss, no vio todo esto, para él la consumición de la riqueza sólo involucraba “otro espíritu”, así cerraba los ojos a lo que Lacan descubriría bajo el velo de los bienes y de lo bello.

Porque el Bien y lo bello están relacionados de manera que uno sobrepasa al otro, ya que hay un más allá del principio del Bien, esto es, lo bello, este más allá se ve comprometido cuando lo bello pasa al campo de los bienes y se transforma en una mercancía. Y, sin embargo, hay una relación de lo bello con el deseo y es que lo bello, prohíbe el deseo, hay algo intimidante en lo bello frente al deseo, pero, aún más, lo bello y el deseo se anudan, a veces, por medio del ultraje, en el que lo bello permanece insensible.

¿Qué es este ultraje al que es insensible lo bello? Es, por supuesto, el mal. La función de lo bello, está en relación con el deseo, es su señuelo.

El texto moderno

El texto moderno responderá a ese señuelo con una esquizosemia (12), (el término es de Jordi Llovet en el que se nota, inmediatamente, la influencia de Gilles Deleuze), la única manera de dar respuesta a la aniquilación del sujeto del discurso científico, predominante allí donde antes anidaba la religión, y por tanto a la economía, a la producción y a la política.

El texto esquizosémico, práctica de un futuro anterior, quiere el “placer de disparatar” o, en palabras de Roland Barthes: “el placer del texto”, como respuesta a la censura adulta de la hegemonía científica. El texto esquizosémico construye el sin-sentido y la polisemia, cargados de significancia (13), el texto literario apunta entonces, a la “escenificación del deseo”, a esa infructuosa búsqueda que impulsa al sujeto en su andar sin rumbo, cuyo origen se encuentra en el niño que, recién acercado al tesoro del lenguaje materno, intentará apropiárselo jugando con sus materiales, experimentando sin reglas fijas, tal como hace, dice Freud, un adulto bajo el efecto de un tóxico, buscando el goce sin sentido que proseguirá después, en la vida adulta, como placer de infringir las prohibiciones de su propia razón. Es el parloteo de que goza un sujeto, parloteo que Lacan nos aclara, no es propiedad sólo de un hablar “disparatado”, sino que incluye el habla en general. Si para la filosofía, el sentido de una palabra, dada su definición, expresa una cosa; de acuerdo a Lacan, el sentido único es “in-sentido”, está privado de sentido, la homofonía es la prueba de ello, incluso puede ser significación, pero no sentido, el sentido no puede ser sino un “au-sentido”, un escape de la norma, una ausencia de sentido.

Podemos definir así, a la Literatura moderna como una “práctica esquizosémica del lenguaje” (Jordi Llovet), como gesto que muestra su relación con el chiste freudiano, así como podemos, con Freud, compararlo con el trabajo del sueño, trabajo que es, a la vez, el del deseo. Se precipita así, el au-sentido como placer “no-significado que multiplica el sentido” (Llovet, o. c. pág. 164), pues, dice Freud: “[S]e trata de continuar la aportación de placer del juego y amordazar las exigencias de la crítica, que no dejarían surgir la sensación de placer. Para alcanzar este fin no existe sino un único camino. La yuxtaposición de palabras, o la sucesión contra sentido de pensamientos, tiene, forzosamente, que adquirir un sentido.” (14)

El lenguaje deviene en una “trasgresión gozosa”, ajeno a cualquier orden lingüístico, esto es, la pérdida de un placer, o placer del lenguaje, que nadie recuerda, que sólo es placer para el propio sujeto.

Retomamos aquí las premisas de Kant en cuanto al Bien (15). El hombre es tan libre, sostiene Kant, que puede ir en contra de sus propios intereses, puede así actuar, no en provecho suyo, sino en cumplimiento del “imperativo categórico”. Alrededor de ese tipo de libertad gravita la filosofía kantiana, la libertad depende totalmente del deber, éste impulsa a romper la necesidad natural. La conciencia es el lugar donde el hombre se rebasa a sí mismo como ser natural, en tanto no hace algo llevado por la necesidad, sino conducido a la fuerza por la conciencia, a diferencia de los animales, el hombre actúa incondicionalmente, triunfa lo que Kant llama la “libertad moral”. Esto es una retracción de Dios a la conciencia, quedando fuera la naturaleza, por tanto, ésta queda carente de sentido, carente de fin, este caos nos conduce al mal en la que el hombre puede caer en su búsqueda de sentido.

En una especie de respuesta al mal, Kant lo interpreta como una opción de la libertad, como aquello que se encuentra en la tensión entre naturaleza y razón, el mal es el precio a pagar por la libertad. Por eso la tesis central de Kant es que los seres humanos somos propensos a hacer el mal, se encuentra en nosotros un mal radical innato.

Esto hay que entenderlo en el sentido de que los seres humanos tienden a subordinar la ley moral, el imperativo categórico, al principio del amor propio como la condición suprema de su acción. Kant se opone a si, a las tesis de Spinoza y Hobbes, según estas el mal es el resultado de la influencia física de nuestras inclinaciones, de nuestras pasiones, al sostener esta influencia “física”, se está refiriendo a la naturaleza del que los seres humanos no escaparíamos. Para Kant esta tesis iría en contra de la responsabilidad que todo ser humano debe asumir frente a sus acciones, en realidad, dice Kant, así el mal perdería su sentido, ya que el mal sólo tiene sentido si el sujeto tiene libre albedrío. Hay otra tesis que Kant rechaza enfáticamente: el “mal diabólico”. Éste se presenta en la acción del sujeto como principio y fin, el ejemplo siempre a mano son los crímenes nazis, ocurrieron porque Hitler lo ordenó y lo ordenó “porque él lo quería”, dicho lo cual impide buscar las explicaciones causales y las condiciones que permitieron el nacimiento y sostenimiento del nazismo en Alemania. Para Kant, eso es caer en el irracionalismo, pues las leyes morales son dadas por la razón, y si uno actúa con el único fin de hacer el mal, quiere decir que actúa en contra de principios dados por la razón. En conclusión, el “mal diabólico”, o bien no es capaz de actuar de acuerdo con principios racionales, en cuyo caso no puede ser culpada por sus efectos; o bien, quien comete el mal se considera a sí mismo como un ser racional que debería reconocer el valor de la ley moral, de tal manera que se encontraría en contradicción consigo mismo.

La literatura llamada moderna y el mal

Para evitar esa contradicción, Sade, que escribió “La Filosofía en el Tocador” (16) ocho años después de la “Crítica de la Razón Práctica” de Kant (según nos informa Lacan), propone la negación absoluta: “el ser ha de abocarse a no ser”, lo absolutamente malo, que es conducir a la naturaleza a la victoria sobre las “maneras de la cultura”, pero, ¿qué manda la “naturaleza”? Desde Rousseau —quien inventa el sujeto moderno la naturaleza pide que se retraigan las reglas morales de la civilización, el sujeto moderno decide y se guía por sí mismo, gesto que coincide con el mal radical de Kant. Para Sade, esta naturaleza tiene la forma y el carácter de una “bestia”, la naturaleza es la que arroja al ser humano, sin su consentimiento, al triste mundo de la civilización. Así pues, porque no, frente a esperanzas de liberación por algún medio moral, seguir el empuje de la naturaleza y sacrificarlo todo al placer.

Sade se apoya sobre la única seguridad del futuro de cualquier ser humano, su muerte, frente a esto están los escasos momentos de placer que pueden ser instantes intensos, el placer deberá convertirse en goce, en impulso mortífero. “Todo es bueno si es desmedido”.

Cuando Sade afirma en La Filosofía del Tocador, su universalismo utópico: todos han de poder usar a todos y nadie tiene el derecho de privar a nadie de nada; la orgía es socializada; Sade no está haciendo sociología o representando a un utopista, sino que está demostrando que la razón puede utilizase para todo, también para fundamentar, racionalmente, el asesinato y la crueldad. Sade puede razonar y así justificar el asesinato, hay tres instancias que podrían impedir el asesinato: Dios, la naturaleza o la Ley. La Ley es el más razonable de los sofismas, que están en la base de los acuerdos sociales convencionales, la misma ley puede sustituirse de un tiempo a otro, puede, por ejemplo, permitir el asesinato en una guerra. Las leyes no se fundan en ninguna verdad, son el producto de una arbitrariedad colectiva. En lo referente a Dios, hay que creer en él, por tanto, es una convención sublime y nada más, por otro lado, se pregunta Sade, ¿no hubo dioses que incitaban a la muerte y al asesinato? Queda la naturaleza, ésta no tiene preferencia por ninguna especie, además, emplea la destrucción para crear nueva vida, la aniquilación no es más que el cambio de estado, donde la naturaleza permite algo no puede haber ningún crimen, o más bien —sostiene Sade— la naturaleza es criminal. “¡Ve amigo! Puede estar seguro de que todo […] está permitido y de que ella, no es tan irracional como para darnos el poder de inquietarla o desarreglarla. Si a nosotros, instrumentos ciegos de su inspiración, nos mandara entregar a las llamas el universo entero, el único delito consistiría en resistirse a este mandato y todos los crímenes del mundo no son sino órganos ejecutivos de sus antojos …” (Sade, o. c. pág. 63)

Sade muestra el reverso de la Ilustración tan cercana a él, escarnecer la razón con la razón misma, le muestra su reflejo oscuro, festeja las buenas razones del mal. Nosotros mismos, que escribimos sobre él y su obra, nos sentimos persuadidos a continuar razonando sobre sus razones, sobre su discurso que vuelve en forma invertida. Es el poder o los poderes de la perversión, esto tiene relación con el escándalo, para que se cumpla el acto perverso tiene que haber público, testigos, participantes, el punto culminante se alcanza cuando los que no participan son obligados a participar contra su voluntad. He aquí porque Sade escribe: quiere convertir al lector no sólo en testigo, sino en participante.

Sabemos que Sade, sostuvo que su obra no sólo trata sobre el mal, sino que su obra misma era el mal, Sade quería hallar, mediante la escritura, lo absolutamente malo, pretendía hallar una escritura que fuera, ella misma, un acto de maldad, usar la escritura y depravarla como lo hacía con la razón, acabar con ambas, buscando un reverso que nunca encontró como sí lo hicieron Baudelaire, Poe y Rimbaud.

Son esos espacios excepcionales en los que se da una significación exterior ajena al sentido de la razón a la “actividad esquizofrénica del texto”, espacio en el que el precipitado se compone de placer “como no-significado que multiplica el sentido”, con una incoherencia semántica voluntaria, se libera el placer a través del sentido que se lee, Freud sostenía que para llegar a ese fin, sólo quedaba un camino, “la yuxtaposición disparatada de palabras, o la sucesión contra sentido de pensamientos…” (Freud, citado por Llovet, p. 164)

George Bataille y la lengua sadiana

La lengua sadiana, de acuerdo con Bataille, está compuesta de erotismo y soberanía. Sade no hace el mal, eso iría en contra de la apatía necesaria a la voluptuosidad sin límites, rechaza pues ese afecto o entusiasmo porque nos encadena a la naturaleza segunda y por constituir restos de la bondad en nosotros. (Deleuze, Presentación de Sacher Masoch) (17)

Las dos naturalezas son estas: la primera, grosera, donde el capricho se divide en violencia y astucia, odio y destrucción, desorden y sensualidad. La segunda es la Gran Naturaleza, la impersonal, reflexiva, sentimental y suprasensual.

Estas dos naturalezas entran en juego con el elemento personal y el impersonal. El personal se da mediante las descripciones, con la exposición de gustos personales, violencia personal. Esto tiene que avanzar hacia la Idea de la pura razón, a la demostración que somete todo a una razón matemática, esta lógica aplicada al sadismo, Deleuze la denomina pornología, donde el lenguaje erótico “no se deja reducir a las funciones elementales de la orden y la descripción” (Deleuze, o. c. pág. 22). El lenguaje sadiano está lejos de ser uno que busque la persuasión o el convencimiento, lo que hace es imponer la fría o matemática razón, en Sade el razonamiento mismo es la violencia, “[s]e trata de demostrar la identidad entre la violencia y la demostración” (Deleuze, o. c. pág. 23). El lenguaje sadiano o, más bien, la demostración que expone, está relacionada con la posesión, por una posesión instituida.

La literatura pornológica intenta, como en la esquizosemía, situar al lenguaje en relación con su propio límite, “una suerte de «no lenguaje» (la violencia que no habla, el erotismo del que no se habla)” (Deleuze, o. c. pág. 27). Para la razón, en su máxima expresión sadiana, el lenguaje mismo se convierte en un estilete (estilo, stilus) con el que se graban las palabras en el cuerpo de la víctima, en ese acto no hay nada dialéctico, actúa el elemento impersonal, el sádico niega la naturaleza segunda y, al mismo tiempo, su propio yo. (¡Cuán cerca están a Sade aquellas figuras místicas impersonales y sagradas del oriente!).

El objeto (víctima) así negado, sometido y poseído se convierte en sí mismo en la “Idea del mal”, idea que prevalece sobre todo, que borra pero expone, incluso cuando no se la entiende o se la comprende mal o, lo que es peor, se pone como límite; Sade delira con un crimen universal que se cometa una y otra vez sin intervención alguna, se trata pues, de acortar (sino eliminar) la distancia que separa lo personal de lo impersonal.

Lo paradójico en Sade, anota Deleuze, es que su demostración tiene que partir de la naturaleza segunda, de lo impersonal, inductivamente y desarrollarla hacia lo personal, este proceso inductivo se acelera mediante la acumulación de víctimas y la multiplicación de sus torturas, Sade se pregunta: “en qué condiciones un «dolor B» provocado en la naturaleza segunda podría, por principio, repercutir y reproducirse al infinito en la naturaleza primera” (Deleuze, o. c. pág. 32).

Hay, aún, una característica más importante que lleva hacia la meta de la segunda naturaleza y es que la violencia no debe ser dirigida al azar, ya sea por inspiraciones o siquiera por la búsqueda de placeres, lo que encadenaría al sádico a la naturaleza segunda, sino que tiene que ejercerse fríamente, con apatía, con la frialdad del pensamiento demostrativo, esta es la diferencia entre el lenguaje sadiano y el lenguaje pornográfico.

Con Sade y con Masoch, sostiene Deleuze, la literatura se hizo capaz de nombrar el mundo por segunda vez, lo cual es un exceso y como tal, queda erotizado, de allí a espiritualizar la violencia, sólo hay un paso que Sade da en La Filosofía en el Tocador, distinguiendo el mal en dos tipos, “una maldad estúpida y diseminada por el mundo, y la otra depurada, reflexiva, que, a fuerza de ser sensualizada, se ha hecho «inteligente»” (Deleuze, o. c. pág. 40), literatura en el que el lenguaje formó un doble que pretende actuar directamente sobre los sentidos.

En la Edad Media, en medio del espectáculo de los derroches de la nobleza para mitigar la pobreza de la vida común, se constituyó la Literatura, ésta fue aprovechada por Sade para desarrollar un sistema que actuara directamente sobre los sentidos. En el antiguo espectáculo, la masa compensaba su miseria diaria con la visión de los excesos de la realeza, en la literatura en cambio, el individuo se sobreponía a la masa, tanto la escritura, como la lectura de un libro, correspondían a un solitario; el espectáculo se hacía personal y no compartido. (Sobre este aspecto que está en el origen de la novela, es muy esclarecedor el estudio de Javier Sanjinés: “Estética y Carnaval”).

 En aquel juego se inserta Sade, primero, como nos informa Bataille en El Erotismo (18), utilizando los privilegios que tenía en el régimen feudal, pero luego, apresado en la torre de Vincennes y después en la Bastilla, aprovechó la literatura para promover una especie de humanidad soberana, exenta de límites. Los personajes de las novelas de Sade ya no son empujados por la muchedumbre al exceso, son soberanos, buscan la anulación de los otros, su negación, que es el fundamento de su sistema. Sade incluye en su sistema a la sexualidad, como no lo hizo ningún filósofo hasta él, ya que el encuentro sexual se sitúa en el punto medio entre la vida y la muerte, con lo que se revela que el erotismo tiene su verdad residiendo en la violencia.

Por medio de la literatura, Sade propuso la imagen de un hombre soberano, ante el cual, el otro deja de contar, así, este hombre sadiano (no sádico) se encumbra en la soledad absoluta, desde el nacimiento no hay relación entre un hombre y otro. “El mayor dolor de los demás siempre cuenta menos que mi placer” (Maurice Blanchot, citado por Bataille, o. c. pág. 174). Este pensamiento sadiano hay que entenderlo mediante la aplicación del exceso, la soledad de la que habla Sade, es la puesta en juego de lo que nos funda: la dependencia del otro. Es la hybris, que en el pensamiento griego se oponía al punto medio, donde todo se fundaba, en Sade esta hybris es el exceso voluptuoso que conduce a la negación del otro.

Bataille da cuenta, entonces, que Sade llevó a cabo, en el dominio del conocimiento, un descubrimiento decisivo: “¿Habrá algo más importante que negar la solidaridad, que es lo que se opone al crimen e impide gozar de él? “. Sade, como sostiene Maurice Blanchot en La Razón en Sade (19), ayudó al ser humano a comprenderse a sí mismo, deformando y modificando las condiciones de toda comprensión y poniendo al erotismo junto con la muerte, oponiéndola a la conducta normal, de la misma forma como se opone el gasto a la adquisición. Sade se oponía así al “bien común” que obedece al mandato de la razón, la voluptuosidad sin límites ocupa el espacio de la “consumición” (Bataille, en La Parte Maldita, utiliza la palabra “consumation” con el acento en el consumo que no presenta contrapartida, el “gasto improductivo”), aquí es donde Bataille prepara lo que será después uno de sus aportes fundamentales a la filosofía y a la política, el concepto de soberanía. Sólo se alcanza la felicidad si se es soberano, esto es, cuando se gasta en vano, “como si en nosotros se abriera una llaga: queremos tener siempre la certeza de la inutilidad e incluso del carácter ruinoso de nuestro gasto” (Bataille, o. c. pág. 176). El verdadero rostro del erotismo sería aquel que se invierte, poniendo el mundo del revés, en el que la “verdad del erotismo es la fruición”, siendo la soberanía la afirmación del ser humano mediante una negación inmensa del otro, en Sade la solidaridad hacia los demás es el límite, el muro que impide que el hombre tenga una actitud soberana. Esta soberanía que Bataille desarrollará más ampliamente en su obra: Lo que entiendo por Soberanía (20), lo toma de la hybris sadiana, de su libertad desmesurada, al que todavía ningún pueblo ha llegado, utópico, por tanto, al que ni siquiera el propio Sade alcanzó a llegar. Al momento supremo que Sade describe en sus novelas como la cumbre de la soberanía, Sade llama “apatía”, el espíritu de negación aplicado al hombre que ha elegido ser soberano. La energía que el hombre dispensa a los otros (a Dios, a un ideal), la dispersa, la agota, lo transforma en ser débil, ya que, si presta toda su atención y todo su esfuerzo en esos objetos, es porque acepta necesitarlos, es la abdicación de su condición de soberano, pues, el hombre verdadero sabe que está solo, lo acepta, y niega, con todas sus fuerzas, la compasión, la gratitud, el amor; negándolas recupera la fuerza dedicada a esas fruslerías.

Sin embargo, Sade está lejos de aprobar al hombre que se abandonaría a su vicio, al hombre que seguiría sus inclinaciones, Sade exige que la pasión se transforme en energía, mediante la insensibilidad. “El crimen importa más que la lujuria” (Bataille, El Erotismo, pág. 178), la lujuria es pasión desenfrenada solamente, hace falta frialdad, hace falta que el alma destruya todo dentro de sí, haya aniquilado incluso toda capacidad de placer. “El alma llega a una especie de apatía que se metamorfosea en placeres mil veces más divinos que los que les procuraban las debilidades”. (Sade. Citado por Blanchot)

Bataille encuentra aquí, la posición ontológica del Marqués: el ser es mucho más que la mera presencia. “El ser también es exceso de ser” (Bataille, o. c. pág. 179), que lleva a que en el pensamiento rija la voluptuosidad que se adueña del ser; la voluptuosidad es despreciable sin aquella negación excesiva, sin aquella negación ilimitada que, en su cima, es también negación de sí mismo. Esta es la soberanía real, el afán de poder sólo sirve para desviar el rumbo de una verdadera soberanía, aquella que quiere alcanzar liberar la existencia humana de su sometimiento a la necesidad.

Pero hay un resquicio de incongruencia en los personajes que representan al hombre soberano en Sade, este agujero es que son ficticios y, por tanto, no están sometidos a obligación alguna, no son libres de rogar, dice Bataille, Sade mostró a sus lectores la cima a la que puede ascender la soberanía.

El Bien y el Mal. La cumbre y el ocaso

Hay otra manera de entender esta soberanía: por medio de la cumbre y el ocaso. La cumbre responde al exceso y está mas cerca del mal; el ocaso es el agotamiento, la conservación del ser. Este tema será llevado a su mayor realización por Bataille en uno de sus mejores ensayos.

Cumbre y ocaso no se oponen como el bien y el mal; mal se entendería la cumbre si se pensara como algo que hay que alcanzar, subiendo penosamente, ni el ocaso como algo que hay que anular, en palabras de Bataille: “La cumbre no es finalmente más que lo inaccesible, el ocaso es desde un comienzo lo inevitable.” (George Bataille. Sobre Nietzsche) (21).

Para Bataille, como para Lacan, la posición del ser humano es insostenible: él tiene que comunicar desde el momento en que se encuentra en desamparo frente al otro; pero, la comunicación es ella misma un mal, que no se realiza sin herir o mancillar a los seres; para entenderlo, Bataille emplea la historia de Jesucristo, su condena a muerte se considera un pecado por los cristianos y, sin embargo, el Dios fue ejecutado en un sacrificio (tema recurrente en Bataille, este del sacrificio. Cf. Literatura y Sacrificio), siendo el agente del sacrificio un crimen ilimitado, este incumbe a todos los hombres, cada pecador lo comete infinitamente. Dios fue herido por la culpabilidad de los hombres y, justo allí, ambos se encontraron, el sacrificio es un punto de encuentro, ambos se encontraron formando una unidad que parece su fin. Así pues, el pecado es la condición necesaria para la comunión. Si el hombre alcanza en la crucifixión la cumbre del mal, al mismo tiempo, alcanza también su unión con Dios o, diríamos, su “comunicación”, dejando su “soledad vacía”.

El sacrificio es necesario para la comunicación de los seres, un mal necesario para el bien, no se entendería el sacrificio, sino se entendiese que es el medio por el que los hombres se comunican entre sí. Para comprender lo que une la comunicación al pecado, es necesario, dice Bataille, entender el deseo soberano, aquel que lleva al más allá de uno mismo, siendo el más allá del ser la nada, el límite, puesto que el más allá del ser es el no-ser. Probar en el otro que le falto es la primera herida que le infrinjo, pues “la «comunicación» no tiene lugar mas que entre dos seres puestos en juego —desgarrados, suspendidos, inclinados uno y otro sobre su nada.” (Bataille, o. c. pág. 51)

El hastío, como la apatía en Sade, revela la nada del ser encerrado en sí mismo, si un ser no comunica no es, y no se comunica sino saliendo fuera de sí, arrojándose afuera, abandonando el ser. Bataille sostiene, algo que Freud y Lacan enfatizan cuando tratan del ser hablante en su nacimiento, la paradoja en la que se ve envuelto el “cachorro humano” (la expresión es de Lacan): “si no se comunica, se aniquila —en ese vacío que es la vida que se aísla. Si quiere comunicarse. Se arriesga igualmente a perderse.” (Bataille, o. c. pág. 53). La comunicación no es posible sin salir fuera del sí mismo y es necesario quererlo, querer ese mal, la mancha que pone en juego el propio ser, volviéndolo penetrable y poniendo en juego a los otros. “Es destruyendo en mí mismo, en otro, la integridad del ser, como me abro a la comunión, como accedo a la cumbre moral.” (Bataille, o. c. pág. 55).

Notas y bibliografía

1. Paul Valéry. Pequeña carta sobre los mitos. En: De Poe a Mallarmé. Ensayos de poética y estética. Trad. Silvio Mattoni. (Buenos aires: El Cuenco de Plata, 2010)

2. Günter Blöcker. Líneas y perfiles de la Literatura Moderna. Trad. Thilo Ulmann. (Madrid: Ediciones Guadarrama, 1989). Pág. 135

3. Hans Blumenberg. La Legibilidad del Mundo. Trad. Pedro Madrigal. (Barcelona: Paidós, 2000). Pág. 154

4. Ibidem.

5. Hans Blumenberg. Trabajo sobre el Mito. Trad. Pedro Madrigal. (Barcelona: Paidós, 20083). Pág. 287 

6. Friedrich Nietzsche. Más Allá del Bien y del Mal. Trad. Andrés Sánchez Pascual. (Madrid: Alianza Editorial, 2005). Pág. 78

7. Jacques Lacan. Kant con Sade. En: Escritos T. 2. Trad. Tomás Segovia. (México: Siglo XXI Editores, 1998).

8. Jacques Lacan. La Ética del Psicoanálisis. S. VII. Trad. Diana S. Rabinovich (Buenos Aires: Paidós, 1988)

9. Jeremy Bentham. Teoría de las Ficciones. Trad. Helena Goicochea. (Madrid: Marcial Pons, 2005)

10. Marcel Mauss. Ensayo sobre el Don. Forma y función del Intercambio en las sociedades arcaicas. Trad. Julia Bucci. (Buenos Aires: Katz Editores, 2009)

11. Citado en: Dominique Temple. La Dialéctica del Don. Trad. María Rosa Montes. (La Paz: Hisbol, 1995). Pág. 34

12. Jordi Llovet. Por una estética Egoísta (esquizosemia). (Barcelona: Anagrama, 1978)

13. El signo, como competencia o uso individual, entra en relación con ciertos signos y no con otros, en combinaciones diferentes a las demás combinaciones sintagmáticas, a eso se denomina significancia.

14. Sigmund Freud. El chiste y su relación con lo inconsciente. Obras Completas. V. 8 Trad. José L. Etcheberry. (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1975)

15. Immanuel Kant. Crítica de la Razón Práctica. Trad. Roberto R. Aramayo. (España: Alianza Editorial, 2013)

16. Danatien Alphonse François Marqués de Sade. La Filosofía en el Tocador. Trad. Mauro Armiño. (Madrid: Valdemar Ediciones, 1998)

17. Gilles Deleuze. Presentación de Sacher Masoch. Trad. Irene Agoff. (Buenos Aires: Amorrortu Ediciones, 2008)

18. George Bataille. El Erotismo. Trad. Segunda parte: Marie Paule Sarazin. (Barcelona: Tusquets Editores, 1997)

19. George Bataille. Lo que entiendo por Soberanía. Trad. Pilar Sánchez Orozco y Antonio Campillo. (Barcelona: Paidós, 1996)

20. Maurice Blanchot. La Razón en Sade. En: Latréamont y Sade. Trad. Enrique Llombera Pallares. (México: Fondo de Cultura Económica, 1990) Págs. 11-63]

21. George Bataille. Sobre Nietzsche. Voluntad de Suerte.  Trad. Fernando Savater. (Madrid: Taurus Ediciones, 1979). Pág. 64

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