sábado, 30 de diciembre de 2023

Para leer el Atolondradicho de Jacques Lacan (Una lectura barthesiana)

 

 

Nota sobre la imagen: Esta es la caricatura de Maurice Henry publicada por “La Quinzaine Littéraire” el 1 de julio de 1967, en ella está representada la “tribu estructuralista” o “L`Olympe français”. Al centro, Jacques Lacan, con los brazos cruzados, a su izquierda Levi-Strauss, que lee y Roland Barthes en tono desenfadado, a la derecha de Lacan, Michel Foucault.

Al comienzo de su seminario “De un Otro al otro”, Lacan dijo de este vínculo con personajes tan renombrados: “Se podría tener una compañía más desagradable. A decir verdad, no se me liga allí más que a personas por cuyo trabajo siento la mayor estima, no podría encontrarme mal en ese lugar.”

 

Para leer el Atolondradicho de Jacques Lacan

(Una lectura barthesiana)

 

Autor: Marco Antonio Loza Sanjinés

 

«[…] todo pensamiento, en la medida que está formulado en un lenguaje, produce una serie de números aleatorios, vinculados a los elementos de la lengua necesarios para formularlo.» Quentin Meillessoux. «El número y la sirena»

«Si el dominio que define este don de la palabra ha de bastar a vuestra acción como a vuestro saber, bastará también a vuestra devoción. Pues le ofrece un campo privilegiado.» Jacques Lacan. «Función y campo de la palabra y el lenguaje en Psicoanálisis»

 

Introducción

¿Hay una clave secreta para leer a Lacan? Hay un fantasma que se cuela entre quienes se acercan a su obra: el fantasma de lo oscuro e ininteligible. Ahora bien, habría que agradecer a ese fantasma, porque dispersa a muchos, pero, también, porque su provocación convoca a pocos, así es el discurso del psicoanálisis: provoca el deseo.

Volviendo a la pregunta del comienzo: ¿hay o no una clave para leer a Lacan? Por supuesto que no la hay, porque, como en toda lectura, siempre nos encontraremos con un resto ilegible, en cuanto a Lacan, podemos sostener que para mejor comprender su obra es necesario confrontarlo con la obra de Freud. Sin embargo, esta confrontación no puede hacerse de cualquier manera. Hay que comenzar invirtiendo su temporalidad, lo último será, para nosotros, lo primero: leemos a Lacan y con él —après-coup— encontraremos a Freud.

La productividad de un texto consiste en hacer de su lectura algo escribible, en el que tambalee la diferencia entre el auctor y el lector.

¿Hace algo parecido Lacan, en/con sus escritos?

La respuesta es: no con todos sus escritos. Tenemos, por ejemplo, su primer gran texto, su tesis doctoral, donde todo está estructurado como un texto científico (no podía ser de otra manera) y no se trataba solamente de ceder a las exigencias de la academia. En su tesis, Lacan divide el informe a la usanza de los textos clásicos de la filosofía: parte dogmática, parte sintética, parte crítica, parte conclusiva, etc. Es a partir de su expulsión de la escuela psicoanalítica de París, que su escritura cambia, jugando con el lenguaje que muestra una intensión estilística que lo acerca al movimiento literario surrealista, donde el gesto principal es la figura de la desestructuración del campo del lenguaje. Este será el rasgo del carácter de su escritura en los años siguientes, cada vez con mayor ímpetu, su escritura se tornará críptica y demorosa en soltar su significación, precisamente, al comienzo de sus Écrits, en su “Obertura”, nos sale al paso esta frase tomada de George-Louis Leclerc conde de Buffon, quien la pronunció en su disertación inaugural tras su elección como uno de los “cuarenta inmortales” de la Academie Française en 1753.

“«Le style est l'homme même», répète-t-on sans y voir de malice, ni s'inquiéter de ce que l'homme ne soit plus référence si certaine. Au reste l'image du linge parant Buffon en train d'écrire, est là pour soutenir l'inattention.”.

Lacan hará una insignia de esta frase y, como era su costumbre, la utilizará de un modo distinto y sorpresivo, pues plantea que el estilo es un resto que cae de aquello que se pierde para el lenguaje, por lo que, contrariamente a lo que se cree, y he aquí el giro sorpresivo que le da Lacan, el estilo es escoria, rasgo nimio e inimitable, que se constituye en lo más ajeno al hombre.

Dirá Lacan, que ya que nuestro mensaje (estilo) nos viene del Otro en forma invertida, ya nos es ajeno, pues podríamos aplicar este principio a nuestra propia enunciación. Ahora bien, si el hombre se reduce a ser sólo el lugar de retorno de su propio discurso, se pregunta Lacan: ¿para qué dirigirlo entonces? Para encontrar un nuevo lector, se responde Lacan, pero dado que “el emisor recibe del receptor su propio mensaje en forma invertida” (Lacan, passim), entonces ésta búsqueda de un nuevo lector será únicamente un argumento para justificar una/su escritura.

Es el objeto “a”, entonces, el que prefigura la escritura, por tanto, su caída. En otro lugar, Lacan dirá que su escritura publicada no es más que una poubellication (poubelle = basura y publication = publicación), así de sus Écrits, dice Lacan: “no hay que considerar como un accidente el que sean difíciles”, pues “un escrito en mi opinión está hecho para no ser leído” y como tal fue James Joyce quien lo introdujo, al hacer de la palabra letra de cambio, es decir, dejando de lado su valor de uso, de lo que se sigue que de la letra se goza, pues para Lacan el valor de cambio se traslada hasta su valor de goce. Goza el autor como escritor y como quien se esconde en el estilo, pero también goza el que lee, aquello hecho para no ser leído (erótica), forzando a la letra a decir aquello que no dijo o dijo a medias (interpretación, transmutación). La letra miente diciendo la verdad. Al mismo tiempo esta declaración tiene su lado práctico, Lacan nunca habló de su “teoría”, sino de su “enseñanza”, por eso consideró sus escritos, como restos, residuos de su enseñanza.

La lectura erótica de Barthes

El objeto “a” (petit a) en el que radica toda escritura como desecho, encuentra su lectura desde una erótica o, más bien (aunque no necesariamente), desde una lectura erótica.

Hay alguien muy cercano a Lacan —cercano en tiempo y en influencias— que desarrolló una "lectura erótica", se trata de Roland Barthes. En “El susurro de la lengua”, Barthes sostiene y se sostiene en una frase rotunda: “la palabra es irreversible, ésa es su fatalidad”, debemos entender la palabra, tanto la escrita como la hablada, imposible de ser corregidas, lo escrito y lo dicho no pueden enmendarse más que deslizándose por el desfiladero de la lengua, es decir, sólo añadiendo a lo dicho o a lo escrito otras palabras. A esa “anulación por adición”, Barthes la llama: “farfullar”, un demasiado de sentido o, en términos de Lacan, un “jouisens” o “goce sentido” (1)  opuesto al “susurro de la lengua”, susurro que es ruido de lo que no hace ruido, de lo que funciona bien, es ruido imposible, un ruido límite, es lo que se escucha cuando el ruido se marcha, lo “tenue”, lo “confuso”, lo “neutro”, el susurro es el ruido de las máquinas felices, se escucha en los cuerpos que se ajustan cuidadosos y funcionan bien, es la “maquina erótica” de Sade (del Sade barthesiano, cf. «Sade, Loyola, Fourier»), que implica una “comunidad de los cuerpos”, donde el susurro es “el ruido propio del goce plural”, pero no de la masa que, por el contrario, tendría una única voz atronadora.

Así planteado o definido (es el gusto por el concepto de Barthes, gusto por lo definicional), el susurro y el farfulleo, Barthes (se) pregunta: ¿la lengua, medio y razón de la lectura, puede susurrar? Como palabra está condenada al farfulleo, como escritura al silencio de la distinción de los signos (todo es negativo en el sistema de la lengua, es decir, todo es distinción).

Queda siempre un sentido excesivo en el lenguaje que hace obstáculo a su susurro, de tal manera que el susurro de la lengua es una utopía, este “estado utópico” sería la de una “música del sentido”, donde el sentido “indiviso, impenetrable, innominable”, funcionaría como un fondo, un “punto de fuga del placer” tal como ocurre con la poesía, que recorta las imágenes significantes de un fondo de sentido. El susurro de la lengua permitiría, utópicamente, la exención del sentido, un ejemplo de ése jalón de la utopía del susurro es la música serial, así como las ecolalias.

La lectura, como erótica, iría precedida del susurro de la lengua, que para Barthes es el “estremecimiento del sentido, lo que interrogo al escuchar el susurro del lenguaje”. Estremecimiento de la lectura, entre gaudium y laetitia, el sentido se podría atrapar en la oposición entre estos dos términos, sería Leibniz quien habría conceptualizado esa lucha por una posesión —la del sentido. “Gaudium” es el “placer que el alma experimenta cuando considera la posesión de un bien presente o futuro como asegurada; y estamos en posesión de ese bien cuando se encuentra de tal suerte en nuestro poder que podemos gozar de él cuando queremos”. En cambio, “laetitia” es un placer alegre “un estado en que el placer predomina en nosotros” (en medio de otras sensaciones a veces contradictorias). (Barthes: 1989, p. 59)

¿Se goza del sentido? Por supuesto que sí, así como la posesión de un bien, así como placer. Quizá el paso que Barthes da de una ontología de la escritura a una henología de la lectura, explica ese goce del sentido que es también, una erótica de la lectura. El placer de la lectura está en mostrar aquello que no puede tener sentido (hermenéutica).

En ésa oposición, entre el “farfulleo” y el “susurro”, se encuentra la clave de toda escritura y de toda lectura, en términos lacanianos se da porque: “todo significante, del fonema a la frase, puede servir de mensaje cifrado” (J. Lacan: 1993, p. 86).

Aquellos materiales que no alcanzaron el sentido chocan con la legibilidad del mundo (Blumenberg) con su límite: “la lectura del individuo que soy, que creo ser” (Barthes: 1987, p. 39) y Barthes espera de ello una “anagnosis”, un conocimiento nuevo mediante una lectura en voz alta, la lectura así, buscaría un Saussure que la clarifique. Sin esos artefactos la lectura avanza hacia el infinito, pues todo es, en definitiva, legible, es decir, no sólo denotado, sino connotado, por eso mismo, por esa búsqueda incesante de sentido o de legibilidad, queda un resto ilegible, ese resto que se busca y que nunca es hallado es por lo que toda lectura es infinita y todo sentido goce.

Todo goce, es siempre, goce del cuerpo, así Barthes puede decir: “la lectura sería el gesto del cuerpo (se lee con el cuerpo) que, con un solo movimiento, establece su orden y también lo pervierte: sería un suplemento interior de perversión”. (Barthes: 1987, p. 42)

La lectura erótica de Barthes está alejada de toda intención de comprender: “el gesto de leer desaparece bajo el acto de aprender” [ibídem. p. 42], se opone a toda vinculación con un “deber”, puesto que también existe la libertad de “no leer”. Lo erótico en la lectura lleva a tres tipos de placer, según Barthes:

1ro.  La relación fetichista con el texto leído, en él las palabras son limitadas por la carilla de las páginas, pero que, en dirección opuesta, no se limita a las ideas que allí reposan, que escapan a cualquier recuento o lectura detallada y minuciosa, sólo se dan como un amplio abanico de sugerencias. (Carl Schmitt lo llamó: “realismo conceptual”).

2do.  El desgaste del libro que se anula poco a poco con la lectura, “es un desgaste impaciente y apresurado en donde reside el placer”. Se trata aquí, del efecto metonímico de la lectura, que repite la intención de querer sorprender la “escena originaria”. Contrario al placer hay aquí un goce que también produce los bloqueos, los atascos, en la lectura. ¿Por qué no continuamos con un determinado libro? —se pregunta Roland Barthes.

3ro.   La lectura es buena conductora del deseo de escribir, “deseamos el deseo que el autor ha tenido del lector”: ámame. Barthes se refiere a la escritura pura, al sólo hecho de escribir, no de imitar, no de escribir como ellos. La escritura es, entonces, una “producción” de la lectura, “hasta que cada lectura [valga] por la escritura que engendra”. (Barthes: 1987, p. 46-47)

La lectura infinita pasa a ser soñada por un sujeto lector “paragramático”, lector total, un lector loco que practica una “auténtica lectura”, así como F. Saussure, que leyó y encontró los nombres de Dios, como anagrama, en textos clásicos, fuera de todos los principios que él mismo había desarrollado, en él había una negación del olvido de las lenguas por el que aprendemos la lengua materna. Tal forclusión sólo es posible mediante el “amontonamiento de lenguajes”, en dejarse atravesar por ellos incansablemente. (Barthes: 1987, p. 49)

Un lector así, total, sobre codifica, trata de preservar todos los sentidos simultáneamente. Pero, pensándolo bien, es la situación del parlêtre; que no es el sujeto pensante cartesiano, sino alguien privado de unidad, que desconoce su saber inconsciente, su ideología y se aferra a la fantasía que creó y que da consistencia a su realidad. En la lectura, tomada en este rumbo, “el sujeto se vuelve a encontrar consigo mismo en su estructura propia […] ya perversa o paranoica, o imaginaria o neurótica; y por supuesto, en su estructura histérica, alienado por la ideología, por la rutina de los códigos”. (Barthes: 1987, p. 49)

Se abren dos vías paralelas: por un lado, la escritura como producción; y por otra, la lectura como aquello “que no se deja abarcar por las categorías de la poética” (2)

Aquí se inserta la idea barthesiana de un escrito no hecho para leer, aquél que no busca un lector dador de sentido, porque “Cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes que yo lo lea: no le someto a una operación predicativa, consecuente con su ser, llamada lectura, y yo no es un sujeto inocente anterior al texto, que lo use luego como un objeto por desmontar o un lugar por investir. Ese «yo» que se aproxima al texto es ya una pluralidad de otros textos, de códigos infinitos, o más exactamente perdidos (cuyo origen se pierde)”. (Barthes: 1991, p. 6)

 “Soy la tumba de Glauco”

“¿Qué cabría pensar del lector arcaico que, en voz alta, descifraba una inscripción del tipo «soy la tumba de Glauco» ante un grupo de oyentes? —Se pregunta Jesper Svenbro en su: “La Grecia arcaica y clásica. La invención de la lectura silenciosa” (Cavallo y Chartier: 1997, p. 71)

En la lectura en voz alta de la inscripción, gracias a la falta de puntuación, se confundían el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, el lector cedía su voz a un “yo” que no era el suyo (tu yo no es tuyo), además, este “yo” no permitía otro tipo de enunciado, tal como: “digo que leo etc.”, pues eso ya no sería una lectura, sino un comentario, así el lector se ponía al servicio de lo escrito, se unía a él, le daba su cuerpo, su voz, que decía: “yo”; pertenecía a lo escrito, como bien dice Svenbro, se trataba en el fondo de una violencia al que sólo podía oponerse la negativa a leer.

El objeto inscrito, el autor/escritor y el lector adquieren lugares que prefiguran la manera en que una cultura piensa la relación de estas tres instancias del acto de leer. El objeto inscrito es el único autorizado a la primera persona: “yo”, el autor/escritor está allí previendo su ausencia en el futuro, lo que sería la razón primordial de escribir. Al estar ausente o aparentemente ausente, la relación queda entre la inscripción y el lector como semblantes de “yo” y “tú”. Es el “objeto parlante”, tal como lo designa tempranamente Burzachechi (citado por Svenbro), objeto también conocido como “tituli loquentes”, según la tipología epigráfica de buena parte de las culturas escritas del Mediterráneo. Cuando Barthes se pregunta: ¿habla el texto?, tenemos aquí una singular mirada hacia esos tituli loquentes donde el escritor ejerce, desde la sombra de su desaparición, una violencia sobre el lector que ahí estaría tentado de rechazar la lectura.

La enajenación, su subsunción a una imagen especular hace ahí, entre la inscripción y el lector, su aparición, es la aparición del yo en lugar de la conciencia, un yo como la “proyección de la superficie corporal” (3) (Freud: 1992, p. 21), función imaginaria, que Lacan explicó con su estadio del espejo.

Pero aún hay más, si leemos el artículo de Svenbro en clave lacaniana; él cita otro ejemplo de “objeto parlante”, un ánfora del siglo VI, en la que se encuentra la siguiente inscripción: “kleimajos me ha hecho y suya soy”, en que ya encontramos una “voz”, con todas las connotaciones posibles que esto encierra, esa “voz” que se hace audible mediante otra voz: la del lector.

Lo que queremos ilustrar con esta breve glosa, es que ya desde el nacimiento de la lectura en el mundo occidental, se pone en cuestión eso a lo que la cadena de significantes del lenguaje nos condena y se denomina “alienación” y que esta alienación se juega al nivel de la estructura mínima del lenguaje de una manera casi diabólica (el objeto parlante sería esa representación ominosa) entre los dos términos S1 y S2. Confrontado al discurso del Otro, tenemos la posibilidad de elegir entre dos alternativas:

a)   Identificarnos con un S1, un “tú eres” que viene del Otro, quedando así “injuriados” —dice Lacan—, fijado a un significante, es decir, el significante usurpa mi lugar. Presto mi voz al objeto parlante.

b)  También podemos elegir el sentido, buscar lo que quiere decir ese significante, lo que somos se desliza así, en la cadena significante, rechazando la petrificación.

En ambos casos hay perdida: pérdida de sentido o pérdida de ser. (Colette Soler: 2013, p. 42-43)

La lectura ya sea oral o silenciosa participa de ésa vacilación, la lectura conecta al lector con otros significantes, en el que se está siempre perdido, el parlêtre (hablante ser) no es amo, sino esclavo del lenguaje y, ya veremos que Lacan juega, con ésa vacilación y alienación, de una manera tan creativa que creó un estilo.

Lӎtourdit

Cuando Lacan anuncia su “retorno a Freud”, está trazando un límite, pues no se puede retornar sino se ha alcanzado un límite, en su “Genealogía del Psicoanálisis” Michel Henry, sostiene que “el Psicoanálisis no es un comienzo, sino un término, el término de una larga historia que no es nada menos que la del pensamiento de Occidente […]” (Henry: 2002, p. 22). Cuando se ha encontrado un límite, sólo entonces, la reflexión es posible, la investigación de Freud sería la culminación del Psicoanálisis y se hace necesario retornar a él, se hacía necesario un “otro inicio”. ¿Cuál es el Dios de ése otro inicio? “Dios es inconsciente” dirá Lacan, porque es inmanente, es lógos, la casa del ser, el lenguaje, el otro inicio no podría ser sino lo que lógicamente sigue a Freud, quien hace escuchar al inconsciente, es decir, si se lo escucha es porque está estructurado como un lenguaje.

Resulta lógico que, como implicación, Lacan se dirija, con su escritura, a un buen “leyente”, uno que acuerda con él poner su voz al servicio del texto, el que leerá como Barthes nos enseñó: mediante la particularidad de lo plural del Uno, de una henología y una ontología modal, como un centro irradiador, como un límite de convergencia de vectores (los demás enunciados que le sucederán) del lenguaje, que no atrapan a esos vectores. Sólo así el límite es posibilitante, ¿un tipo de límite que nos plantea Lacan en su último gran escrito?

Dicho esto. ¿Cómo empieza el atolondradicho? Con una frase modal, que alumbrará todo el texto:

"Qu’on dise reste oublié derrière ce qui se dit dans ce qui s’entend"

En la versión de Paidós (Escansión: 1984, p. 17), se traduce como: “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha

Pero en la versión de los Otros Escritos (Lacan: 2012, p. 473), como: “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que oye

Pero, hay otra versión, la de la estenotipia y la del registro sonoro de Encore, donde Lacan enuncia la frase de “L”étourdit” y su aparición en la revista Scilicet No 4 de 1973, que fueron minuciosamente comparados en los números 12 y 13 de la revista Acheronta (revista en línea), por Michel Sauval. Allá se dice que la frase completa es:

“le dire est justement ce qui reste oublié derrière ce qui est dit dans ce qu’on entend”,

“el decir es, justamente, lo que queda olvidado detrás de lo que es dicho en lo que se oye”

Precisamente, de acuerdo a la estenotipia y al registro sonoro de aquél seminario, dos frases después, vuelve al tema diciendo:

"ce qu’on fait du dire reste ouvert", (lo que hacemos del decir permanece abierto), pero, en la versión Seuil dice:

"ce qu’on fait du dit reste ouvert". (lo que hacemos del dicho permanece abierto)

Pero esta frase ya la había enunciado el año anterior, en su curso “… o peor”:

"Qu’on dise comme fait reste oublié derrière ce qui est dit, dans ce qui s’entend".

(Que se diga, como hecho, permanece olvidado detrás de lo que es dicho, en lo que se oye)

En suma, entonces, tenemos tres versiones, con pequeñas, pero quizás significativas, variaciones, de la misma fórmula.

"...ou pire: " Qu’on dise comme fait reste oublié derrière ce qui est dit, dans ce qui s’entend"

("Que se diga, como hecho, permanece olvidado detrás de lo que es dicho, en lo que se oye")

Etourdit: "Qu’on dise reste oublié derrière ce qui se dit dans ce qui s’entend"

("Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha", Revista Escansión N° 1, página 17)

Encore: "le dire est justement ce qui reste oublié derrière ce qui est dit dans ce qu’on entend"

 ("el decir es, justamente, lo que queda olvidado detrás de lo que es dicho en lo que se oye")

Teniendo a la vista estas comparaciones, las estudiaremos de manera crítica; entonces tenemos el texto y su aparato crítico. Retrocedamos al seminario 19, «…o peor» es allí donde lo enuncia y lo escribe por primera vez, en la última sesión, es pues, como un resumen de aquél. Allí dice que esa frase, que escribió al comienzo de la sesión en la pizarra, quedará sin comentarla, pues le falta tiempo para hacerlo, sin embargo, dice mucho más sobre esa frase modal inscrita.

La frase modal, catalizador de todo el Atolondradicho, está esclarecida en este resumen del seminario 19, allí se repite algo que ya Lacan lo había desarrollado en la sesión del 11 de abril de 1956 sobre las psicosis, que hay una tétrada que corresponde a la estructura, ésta está formada por la verdad, el semblante, el goce y el objeto “a”. Así, “todo lo dicho es apariencia, todo lo dicho es verdadero, todo lo dicho hace gozar”, quedando el objeto “a” como Real y este Real correspondería a la frase que nos ocupa aquí en todas sus versiones y que podemos transponer como:

“Lo que se diga como hecho —el decir— queda olvidado detrás de lo que es dicho. Lo que es dicho no está en ninguna parte más que en lo que se escucha. Y eso es, la palabra”.

En esa lección del 11 de abril, Lacan trata sobre la posición del significante, esto es, que no significa nada.

“En efecto, algo es significante no en tanto que todo o nada, sino en la medida en que algo que constituye un todo, el signo, está ahí justamente para no significar nada”. (Lacan: 2009, p. 269, subrayado nuestro).

Tenemos aquí, primero —en torno al método de Lacan— que no se conserva, en el transcurso de su pensamiento, un tiempo cronológico, no hay un “desarrollo” o una “evolución”, sino siempre un après-coup, un futuro anterior, o “lo que habré sido para lo que estoy llegando a ser”.

Ahora veamos bien a dónde nos conduce la frase como centro irradiador. A generar lo Real en lo primero que pensó Lacan: el lenguaje, el significante.

«Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha»

Es el olvido que sufrimos cuando hablamos, el ser hablante (parlêtre), se constituye por este olvido, el olvido de las lenguas, olvido que es una totalidad en el que se recorta lo dicho, es decir, es una “determinación” en el sentido marxiano del término. Lo mismo acontece en la lectura, “[e]l olvido de los sentidos —dice Barthes en S/Z— no es cosa de excusas, un desgraciado error de ejecución; es un valor afirmativo, una manera de afirmar la irresponsabilidad del texto, el pluralismo de los sistemas si cerrase la lista, reconstituiría fatalmente un sentido singular, teológico): precisamente leo porque olvido” (Barthes: 1991, p. 7).

Esto no es más que una relectura de la filosofía aristotélica, desde una perspectiva heideggeriana, donde el presente es recordado, y el presente recordado es el ser-mundo, el parlêtre, dirá Lacan, o diciéndolo de otra manera, con la filósofa española Teresa Oñate que comenta una frase de Parménides (al que Lacan dedica varias sesiones del seminario 19): “lo no dicho y lo no pensado ya estaba en lo no dicho y lo no pensado” (Oñate: 2004, 45).

Siguiendo a Barthes, el primer lexis (4), lo constituye la frase que antecede al Atolondradicho; el segundo lexis, que se desparrama por todo el texto, es una negación, una de las muchas negaciones lacanianas, lo que constituye una exclusividad de su estilo. Esta negación es: “no hay relación/proporción sexual” que ya analizamos en otra parte de este blog.

Tenemos entonces, como clave de lectura, dos lexis y un telón de fondo:

1er.  Lexis: “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se oye”

2do.  Lexis: “No hay relación sexual”

Y el telón de fondo es la auto-referencialidad del lenguaje o “nueva clave de la filosofía” (S. K. Langer: 1958), clave oculta en la propia escritura de L”étourdit, en su gramática y en su sintaxis, bajo la utilización del neologismo. ¿Para qué le sirven los neologismos a Lacan? Para enfatizar la incompletud de lo simbólico, para hacerlo más notorio, el neologismo hace agujero, lo muestra en su nada de sentido por la proliferación de sentidos.

Notas

(1)   Reproducimos aquí, la nota al pie que insertan Öscar Masotta y Gimeno-Gorendi en su traducción de «Radiofonía y Televisión». Página: 86. “Fr. jouis–sens, paranomasia que condensa varios semas: la jouissance, el gozo; je jouis, yo gozo; sens, sentido; j’ouis, yo oí; y, además, en el interior de la palabra francesa hay un oui, sí, escondido. La versión esp. literal sería algo así como: audio(sí)gozo sentido".

(2)   [Diccionario Todorov, cit por Barthes: 1987. La nota completa dice:

“La lectura se propone describir el sistema de un texto particular. Se sirve de los instrumentos elaborados por la poética, pero sin limitarse a aplicarlos, su finalidad es diferente y consiste en poner en evidencia el sentido de un determinado texto, sobre todo en cuanto no se deja agotar por las categorías de la poética. (Ducrot y Todorov: 2003, p. 99)

(3)  «Ya sabemos desde dónde hemos devanado la respuesta. Tenemos dicho que la conciencia es la superficie del aparato anímico, vale decir, la hemos adscrito, en calidad de función, a un sistema que espacialmente es el primero contando desde el mundo exterior. Y «espacialmente», por lo demás, no sólo en el sentido de la función, sino esta vez también en el de la disección anatómica.' También nuestro investigador tendrá que tomar como punto de partida esta superficie percipiente.». Freud. (1992). Pág. 21

(4)   «La lexis comprenderá unas veces unas pocas palabras y otras algunas frases, […] que en cada lexis no haya más de tres o cuatro sentidos que enumerar, como mínimo.»

Bibliografía

Revista Escansión 1. (Buenos Aires: Paidós, 1984)

R. Barthes. (1989). Fragmentos de un discurso amoroso. Trad. Eduardo Molina. México: Siglo XXI Editores

R. Barthes. (1987). El Susurro del Lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Trad. C. Fernández Medrano. Barcelona: Paidós

R. Barthes: (1991)) S/Z. Trad. Nicolás Rosa España: Siglo XXI Editores

J. Lacan. (2011). Livre XIX. … Ou Pire. Éditions du Seuil. Paris XIV

J. Lacan. (1993). Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión. Trad. Óscar Masotta y Orlando Gimeno-Grendi. (Barcelona: Anagrama

J. Lacan. (2012). Otros Escritos. Trad. AA. VV. Buenos Aires: Paidós

J. Lacan. (2009). Las Psicosis. Trad. J. L. Delmont-Mauri y Silvia Rabinovich. Buenos Aires: Paidós

S. Freud. (1992). El Yo y el Ello. O.C. Tomo XIX. Trad. José Luis Etcheberry. Buenos Aires: Amorrortu Editores

Colette Soler. (2013). El fin y las finalidades del análisis. Trad. Pablo Peusner. Buenos Aires: Letra Viva Editorial

M. Henry. (2002). Genealogía del Psicoanálisis. El comienzo perdido. Trad. Miguel García-Baró. Madrid: Editorial Síntesis

Susanne K. Langer. (1958). Nueva clave de la filosofía. Trad. Jaime Rest y Virginia M. Erhart. Buenos Aires: Sur

G. Cavallo y R. Chartier: (1997). Historia de la lectura en el mundo occidental. España: Taurus

O. Ducrot y T. Todorov. (2003). Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje. Trad. Enrique Pezzoni. Buenos Aires: Siglo XXI Editores

 Teresa Oñate y Zubia. (2004). El Nacimiento de la Filosofía en Grecia. Viaje al Inicio de Occidente. Madrid: Editorial Dykinson


domingo, 15 de enero de 2023

Idea de la Ficción

 

 Imagen: Representación griega de la mujer. Helene París Louvre.

 

Idea de la ficción

Autor: Marco Antonio Loza Sanjinés

 

«El concepto de cosa en sí es una ficción (Fiktion) y una ficción es el producto de una ilusión (Tiiuschung). El origen de todas las ilusiones radica en tomar una conexión o enlace subjetivo de representaciones de un objeto, determinado por leyes psicológicas de asociación, por una serie objetiva inherente al objeto mismo.» Faustino Oncina Coves. Maimon y Fichte. Una interpretación postkantiana de la filosofía práctica del criticismo.

«Originariamente una figura es la “forma plástica”, figura en relación con fingere, formar, con fictor, el escultor que trabaja sobre la materia o el autor que trabaja sobre las palabras, con fictio, la acción de dar forma y de fingir.» Jacques Le Brun. “El amor puro. De Platón a Lacan”

 

La simetría de la ficción

Hay una geometría de la ficción. La ficción tiene el mismo lugar que ocupaba la magia en la Edad Media, punto de cruce entre religión y ciencia, sólo que en la ficción el cruce se da entre la mentira y la realidad, tal como la magia se divide en diabólica y la “magia natural”, donde la primera se relaciona con creencias y prácticas religiosas, en cambio la segunda con lo “oculto”, así la ficción querría penetrar lo “oculto” o lo invisible. ¿Hoy a qué escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto y en lo invisible?

De este modo, la literatura de ficción de la Europa Medieval, refleja a veces la realidad de la vida de la época y otras veces la distorsiona, unas veces ofreció vías de escape de la realidad, otras, ideas para ser imitadas, un tipo de literatura resaltó los rasgos distintivos de hechiceros, hadas y otros personajes mágicos, dejándolos sin mucho realismo encima.

La ficción es más ficción en la creación de personajes, tal como lo demuestra Shakespeare, las individualidades creadas por él, son como arquetipos de lo humano. He ahí, su simetría, las identificaciones son lo humano y, a la vez, lo más allá de lo humano: su sincronicidad.

Ya conocemos que, al comienzo de la larga tradición occidental, para explicar la ficción, se encuentra Aristóteles con su concepto de mimesis, que sería la esencia de la ficción, esto es, el mayor o menor ajuste a la realidad de la que la literatura crea duplicados. Esta idea queda revestida y revertida entre los defensores de la literatura anti mimética. Recordemos aquí la noción de lo verdadero dado por Spinoza: Idea vera debet cum suo idento convertiré, frase traducida por Lacan como: “una idea verdadera debe (el acento cae sobre esta palabra que tiene el sentido de «es su necesidad propia») estar de acuerdo con lo que es ideado por ella” (Lacan, 1998: 145). Es decir, la ficción corre de la mano del desfiladero de la palabra, un signo no remite a un mítico referente que sería la “cosa”, sino a otro signo o, más propiamente: un significante remite a otro significante creando un movimiento de significación o de “significancia” como sostiene Julia Kristeva.

Ahora bien, hay que distinguir que la “ficcionalidad” más que un discurso (parole en el sentido saussuriano) es un “factor discursivo” que puede estar tanto en el lenguaje ordinario como en el lenguaje artístico, así del uso ordinario del lenguaje se puede pasar, en continuidad, al uso artístico del lenguaje.

Por tanto, si “la ficcionalidad define una situación de enunciación como ficticia, esta ficcionalidad no se deja caracterizar por una descripción formal del discurso, sino como resultado de una suerte de convenciones genéricas exteriores al discurso en sí.” (Luis H. Antezana, 1983: 200). Es por eso que la “ficcionalidad” no sólo se refiere a la realidad, sino que mantiene con ella un fuerte vínculo formal y mutuamente constitutiva. Esto tiene un efecto epistemológico: el mundo circundante puede ser mejor conocido debido al contraste entre la ficción y la realidad.

El discurso ficticio supone una situación de enunciación lúdica, una ruptura en la continuidad normal de las acciones que conforman el mundo. Es un juego que crea “otro mundo”, es el acto ilocucionario de fingir, es un autoexcluirse, momentáneamente, de las acciones humanas.

El discurso ficticio, a sí mismo, tiene dos dimensiones: una, externa, de recepción; otra, interna, de enunciación; estas dos dimensiones conforman los dos mundos que se enfrentan, chocan, se oponen, así el discurso ficticio puede quedar definido como la simultaneidad de dos situaciones con sus respectivos sistemas referenciales (sincronicidad). Esto es, la estructura de la paradoja o, como la llaman Watzlawick: “double bind” o “doble vínculo”, “doble contrario”, o “ambivalencia”, considerando así a la paradoja desde un punto de vista totalmente nuevo. El doble vínculo está formado por dos afirmaciones que se excluyen mutuamente, por ejemplo, en la expresión: “sé espontaneo”, que lleva en sí misma, la paradoja de un mandato de algo que ya no puede ser lo exigido por el mensaje y se puede formalizar de la siguiente manera: es un enunciado con una estructura, tal que: a) afirma alguna cosa: b) afirma alguna cosa sobre su propia afirmación; c) estas dos afirmaciones se excluyen mutuamente. Entonces el mensaje pide ser desobedecido para obedecer. Aun cuando el mensaje presentado de esta forma no tenga sentido, tiene un efecto práctico en el receptor: no se puede no actuar, pero tampoco se puede actuar de manera adecuada, es decir, no paradojal. (cf. Watzlawick, 1985: 173-213).

El ejemplo más significativo para la literatura es la autobiografía, donde se da “el drama de la autodefinición” (Liliana Swiderski, 2006: 92), en efecto el algoritmo propuesto por Watslawick, en el “doble vínculo”, puede ayudarnos a leer ese procedimiento estético de la creación de una imagen propia, juego imprescindible para la autocontemplación, el autoconocimiento y la construcción de la subjetividad, puesto que: “todo lo que depende del efecto del lenguaje, todo lo que instaura la dimensión de la verdad se plantea a partir de una estructura de ficción” (Lacan, S XVIII, pág. 63). La vida de un autor literario o de arte, se inscribe de manera secundaria a su obra, la obra misma crea las condiciones de la vida de aquél que “hubiera podido producirla”. Pessoa escribe: “Escribí treinta y tantos poemas […] y lo que siguió fue la aparición de […] Alberto Caeiro” (ibid.t.: 94). Podríamos continuar con la creación pessoana y aproximarnos a la letra tal como la concibe Lacan, como el hueso sobre el que está la carne que es el lenguaje, pero lo retomaremos más adelante.

Hasta aquí la ficción puede detenerse en un claro: la característica principal de un texto de ficción es ser una aserción no verificable. En este claro y con ese grado de luz, el corolario puede ser este: las proposiciones ficticias no pueden ser corregidas por el estado de cosas de la realidad. Llamemos al claro donde se sitúa la ficción: mecanismo autorreferencial, la ficción misma crea, en su seno, los presupuestos de su lectura/escucha. El ejemplo más transparente es el cuadro “Las Meninas” de Velásquez en el que se halla su propia representación, en la ficción la obra está dentro de la obra, una análoga, semejante o idéntica a la obra misma, la obra reproduce sus propias condiciones de producción. Pero, dado que la ficción es floja en su sistematicidad, su “teoría” no es clara y distinta, pero no deja de tener un contenido de verdad, que motiva que aquello que todavía no fue pensado lo sea.

En la descripción y la interpretación que hace Foucault del cuadro de Velásquez, vemos aparecer el origen o el reconocimiento de la ficción, en la representación de un espejo situado justo en el centro, en él las figuras apenas figuradas y con la amenaza de desaparecer hacen que todo el motivo, tanto del trabajo del artista como de sus espectadores, que no sólo son los que miran el cuadro desde el exterior, sino los personajes que habitan en él, en la obra está todo, lo incluye todo: lo representado y la representación, el espectáculo y el espectador, así la misma representación se anula y se abre haciendo nacer la ficción, pues el “cuadro en su totalidad ve una escena para la cual él es a su vez una escena”, es decir, tomemos aquí la noción de fantasma (cf. El fantasma fundamental) ése vacío “esencial: la desaparición necesaria de lo que lo fundamenta” (Foucault, 1986: 25)

La voluntad de ilusión de la ficción

La voluntad de ilusión de la ficción está, sin duda, —desde un enfoque ontológico— (Garrido Domínguez, 1997: 13) en los “mundos posibles”, es decir, en “algo que no es actual pero existe”, que Kripke llevará/elevará a la lógica modal, al nivel del análisis de la posibilidad y la necesidad. De acuerdo a Kripke, un enunciado es “necesario” si es verdadero en todos los mundos, es “posible” si es verdadero por lo menos en un “mundo” accesible desde el mundo real. Por ejemplo, el nombre propio es, según Kripke, un “designador rígido” valido en todos los mundos posibles. Podemos preguntarnos entonces: ¿Cuándo una cosa de nuestro mundo real es la misma en otro mundo posible? Necesitamos de un “criterio de identidad”.

Ya que un “mundo posible” es dado únicamente en términos cualitativos, la identidad no puede darse sino como estipulado, entonces los mundos posibles pueden estipularse de la siguiente manera:

1. Un mundo posible coincide simultáneamente con nuestro mundo.

2. Suponemos que ahí se decide de manera diversa que en nuestro mundo.

3. La identidad es un componente de la característica de un mundo posible.

4. El nombre propio o del lenguaje natural es un “designador rígido” que vale para cualquier mundo posible.

Esta “desviación consciente de la realidad” o “mentir” en el sentido extramoral, es la que se encuentra en el mito, en el arte, es la metáfora como forma perfecta de una adhesión intencional a la ilusión, es la “perspectiva”, el engaño necesario, puesto que, sin la ilusión, sin la ficción, sin esa continua falsificación del mundo, que también podemos llamar “cosmovisión”, el mundo se presentaría con toda su desnudez indescifrable para el ser hablante.

En lugar de ficción, podemos, también, llamar “hipótesis reguladoras” a esas ficciones que anidan en la ciencia, por ejemplo: “causa y efecto” que no es una verdad sino una hipótesis por medio de la cual el mundo es humanizado (Vahinger, 1994: 70). No necesitamos creer en las “hipótesis reguladoras”, sino actuar basándonos en ellas, de tal manera que, si un concepto es erróneo o no, no constituye una objeción, sino saber en qué medida es ventajoso para la vida, así las suposiciones más erróneas son precisamente las más indispensables para el ser hablante. Bien mirado, este es el derrotero del arte: la búsqueda del mejor error ventajoso.

El lenguaje sería el mayor “aparato falsificador”, que modela el intelecto humano, que busca las ficciones que permitan imaginar los sucesos como más sencillos de lo que realmente son. Se ha erigido un “culto al error” (ibid.: 76), necesario para desarrollar la “voluntad de ilusión” que reconoce el valor de las ficciones reguladoras. Siguiendo ese hilo, el sujeto mismo no sería sino una “ficción reguladora”, un efecto de las categorías gramático-lógicas y, por tanto, lo que está relacionado con él, concomitantemente: el pensamiento como debilidad mental (Lacan), mente y razón, aquello que lo mueve y lo motiva, la llamada “causalidad espiritual” y con ella las “acciones libres” que son calificadas como morales o inmorales. La ficción formaría también, “todo lo pensado”, en especial la totalidad del mundo de las “cosas-en-sí” (ibid.: 79)

Y, sin embargo, puede haber un uso positivo de la ficción o de ese tipo de ficciones, puesto que hay una necesidad de lo falso, existe una necesidad de “ilusiones útiles” como la necesidad o la causalidad en el que la ilusión tiene un carácter de supervivencia. Las categorías que ordenan el mundo son útiles.

La lógica de Jeremy Bentham

Esta “voluntad de ilusión”, la idea de la utilidad de la ficción, es notablemente esclarecida por un filósofo del derecho, que le sirvió a Lacan para esbozar su idea de la ficción, por ejemplo, en el seminario Los cuatro Principios Fundamentales, en el que compara la noción de ficción de Bentham ((Houndsditch, 1748 - Londres, 1832) ) con la “conversión” freudiana, pues Freud habla de la pulsión como formando parte de nuestros mitos, en Lacan la pulsión es una ficción útil para relacionar el orden de la demanda del Otro con el goce. La ficción benthamiana también aparece en la construcción de los cuatro discursos ya que, según Bentham, sin las ficciones no puede establecerse ningún discurso.

Muy freudianamente, Bentham sostiene que bondad y maldad son dos términos que provienen de la fuente del deseo de placer y de la exención de dolor que son a su vez, el origen de todo pensamiento y de toda acción y son las primeras cualidades a las que el discurso les dará existencia, y se los dará mediante la entidad de “relación”, una relación es un entidad ficticia que tiene dos ramificaciones: diversidad e identidad, pero como la identidad es la negación de la diversidad, no existiría sin la diversidad. Una vez declarada la entidad ficticia: “relación”, —sostiene Bentham— ésta incorpora a las demás entidades ficticias que resultan sólo una modalidad de la relación; la modalidad de relación más simple y, a la vez, más amplia, es la de “lugar”, le sigue la de “tiempo”, después “las designadas por las palabras” (Bentham, 2005: 82): movimiento, reposo, acción y pasión y desde aquí, Bentham se dirige a la supeditación lógica: causa y efecto. Habría una modalidad más que cerraría la lista pero que es indecidible y mucho más amplia que todas las demás, la “existencia”.

Al leer a Bentham, notamos de inmediato, porque Lacan tomó de él su teoría de las ficciones, Bentham se muestra “more geométrico” como lo era Spinoza ((Amsterdam, 1632 - La Haya, 1677)), comienza definiendo los elementos de su sistema y después señalando sus reglas de composición interna, componiendo de ése modo, un sistema axiomático, deteniendo cualquier derrotero delirante sobre las ficciones.

Según Bentham, las entidades ficticias deben analizarse en primer lugar, desde la lógica y luego su naturaleza y origen, pues: es “a la lengua, y sólo a la lengua que las entidades ficticias deben su existencia, su imposible y, sin embargo, indispensable existencia” (Bentham: 69). En toda lengua son los nombres los que pueden nombrar a las entidades reales o las ficticias.

Bentham, produce una definición particular y notable al contraponer la ficción y las entidades ficticias, es la ficción la encargada de ataviar y colocar a las entidades ficticias al nivel de las entidades reales. Pero, aún más, y esto es de lo más importante en Bentham, ningún lenguaje puede dejar de tener la función de la ficción, al que debe su existencia. Esta constitución produce, a su vez, otra mayor, la diferencia entre una entidad ficticia y una no-entidad, ésta última, Bentham la denomina: “fabuloso”, y es una necesidad de las lenguas la de hablar de cosas inexistentes como si existiesen, pero sin el peligro de producir la convicción de una existencia real.

Algo muy diferente ocurre con palabras como: movimiento, relación, facultad, poder, etc., pues, aun cuando lo que se diga de las entidades ficticias no esté en consonancia con la verdad exacta, se les puede nombrar, es decir: “nombre de una entidad ficticia”. Ahora bien, de nada que pase por nuestra mente podemos dar cuenta sino es hablando —sostiene Bentham— y se habla de ello como fragmentos de espacio o de materia, debido a esto todo lo que pasa por la mente no puede hablarse de ninguna otra forma que no sea como ficción.

¿Cuáles son las entidades ficticias? En primer lugar, están la “entidades ficticias físicas”, las que Aristóteles incluyó en sus diez categorías; después, están las “entidades ficticias absolutas de primer orden: materia, forma, cantidad y espacio”.

Los cuerpos son entidades reales, mas las superficies y las líneas son entidades ficticias, nadie ha visto una superficie sin profundidad, ni una línea sin grosor, los cuerpos están en el espacio y al espacio es muy difícil atribuirle o negarle existencia, el espacio es negación o ausencia de un cuerpo. ¿Por qué la extinción de un cuerpo, cualquiera que este fuera, es muy fácil de concebir? —se pregunta Bentham—, la respuesta es “por el espacio”, un cuerpo puede situarse o moverse en un espacio, es decir, puede trasladarse. El espacio, por el contrario, es inextinguible, porque es impensable su traslado.

“Por lo tanto, —sostiene Bentham— visto el espacio en su conjunto no se le puede asignar ni límites ni fronteras; tampoco ni forma ni cantidad. No puede ser trasladado ni movido porque no hay nada en éste o de éste que mover: no hay ningún lugar al que pueda ser trasladado.” (Ibid.: 79). Pero el espacio, considerado como “porción” de espacio está contenido en cuerpos y posee, por tanto, las mismas propiedades de los cuerpos: forma, cantidad y movimiento. Por lo tanto, se puede considerar y hablar del espacio como entidad semireal.

En segundo lugar, están las “entidades ficticias absolutas de segundo orden: cualidad y modificación”. Estas se basan en la “cualidad”; tanto materia, como la forma y la cantidad, son susceptibles de tener una cualidad. El término “modificación” es sinónimo de una cualidad, sin embargo, no toda modificación es inherente a un cuerpo y sí, todo cuerpo posee una cualidad, que lo hace similar o diferente a sí mismo en diferentes momentos, en segundo lugar, respecto a otros cuerpos, ya sea en el mismo momento o en momentos distintos.

Luego Bentham, hace una larga asociación lógica de las entidades ficticias simples con la entidad de relación en sus múltiples modalidades: lugar, tiempo, movimiento, acción, pasión y reacción. A donde Bentham quiere llegar es a la relación entre objeto, sujeto, y propósito. En la idea de objeto está implicado, de alguna manera, la idea de alguna acción, de algún movimiento, así el objeto está en el mismo nivel o encima de la fuente de movimiento y el sujeto está debajo, en el horizonte estaría el propósito, que sería el “objetivo final” de la acción humana, ya sea la evitación del dolor o la búsqueda de un bien, por estar tan estrechamente unidas estas tres entidades ficticias, sus nombres pueden ser intercambiados (la ambigüedad de las palabras en Freud, cuando se consideran opuestos, cf. Benveniste, 1985: 75- 87), más aun si de lo que se trata es de una “acción psíquica” o de contenido mental.

Epílogo sin un fondo de agua (*)

La ficción como voluntad de ilusión, acompaña al ser hablante, porque, como sostiene Lacan, no es que la vida no tenga sentido, sino que tiene sólo uno, al “Dasein“ le espera, como fin, la soledad de la muerte, es decir, por el ser, con la peculiaridad, primero, de ser “arrojados ahí” y luego preguntarnos y tratar de hallar una esencia, en otras palabras, otorgarle sentido a este “ser arrojados al mundo”; a la angustia de lo real la recubrimos/velamos con la búsqueda de sentido, ante la dimensión “estúpida e inefable” (Lacan, 1998: 313-363) de la existencia, nos defendemos con la creación de sentidos. Si tratamos de ser es porque hay algo inconcluso, algo indefinido, hay siempre un resto.

La ficción crea espacios, sobre todo ése espacio que media entre un mundo posible y el mundo dado, la ficción se encuentra en el punto mismo donde el vacío de lo real, inasible e ilegible, se muestra en sus efectos. Pero, sobre todo, la ficción es libertad, libertad en acto.

Al comenzar este artículo, nos preguntábamos, comparando la ficción con la penetración de lo oculto y lo invisible: ¿Hoy, a qué autor, de cualquier obra, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto y en lo invisible? Pues, hubo un pintor que en 1434 trabajó un cuadro con minuciosidad y realismo —o por lo menos eso creía él— utilizando efectos de superficie y luz natural; sin embargo, el resultado es un triunfo de la ficción, Johann van Eyck, deja su signatura en medio del cuadro: “Johann van Eyck fuit hic” (“Johann van Eyck estuvo aquí” o “Johann van Eyck pintó este cuadro”), aun cuando le asigna también una fecha escribiéndola en el centro de la obra, dándole así el carácter de un documento definitivo, algo se escapa a la presencia, un pequeño objeto colocado debajo de la signatura y la fecha, un espejo, como un ojo, refleja una ventana en forma de cruz, rodeado de un marco en el que se representan las escenas de la pasión, fulgura como la inconsistencia de la razón realista para huir a los espacios de la ilusión.

(*) «¿Acaso existe autobiografía más auténtica que la que escriben los sueños?». Se pregunta R. H. Moreno-Durán, al comenzar su hermoso retrato de Julio Cortázar ("Epílogo con un fondo de agua"), en el que, sobre el río Sena, flota un libro inmemorial que es “arrastrado por la corriente que lo lee…”

Bibliografía

Jacques Lacan (1998). Escritos. Trad. Tomás Segovia. (México: Siglo XXI Editores)

Luis H. Antezana (1983). Teorías de la Lectura. (La Paz: Ediciones Altiplano)

Paul Watzlawick (1985). Teoría de la Comunicación Humana. s/trad. (Barcelona: Herder)

Liliana Swederski (2006). El Gesto Ambiguo. Sobre apócrifos y heterónimos. (Mar del Plato: EUDEM)

Michel Foucault (1986). Las Palabras y las Cosas. Trad. Elsa Cecilia Frost. (Buenos Aires: Siglo XXI Editores)

Antonio Garrido Domínguez (Comp.) (1997). Teorías de la Ficción Literaria. (Madrid: Arco Libros)

Hans Vahinger (1994). La Voluntad de Ilusión en Nietzsche. Trad. Luis M. Valdéz y Teresa Orduña. (Madrid: Tecnos)

Jeremy Bentham (2005). Teorías de las Ficciones. Trad. Helena Goicochea. (Madrid: Marcial Pons)

Emile Benveniste (1985). Problemas de Lingüística General. I. Trad. Juan Almela. (México: Siglo XXI Editores)

R. H. Moreno-Durán 1995. Como el Halcón Peregrino. (Colombia: Editorial Santillana)